El duque de Deux-Verges había encargado a su barón el señor de Laissez-Faire que hiciese un viaje de reconocimiento y averiguase toda la verdad acerca de los últimos rumores que llegaban de las tierras altas de su ducado. Rumores que apuntaban a extrañas apariciones que estaban provocando el temor y la despoblación a causa de alguna desbandada general de las aldeas más recónditas de las montañas, con la consiguiente merma en el cobro de los impuestos que le correspondían.
El encargo era una orden taxativa: averiguar, remediar y cobrar los impuestos.
—¡No admitiré ningún fracaso! —le había dicho el duque.
Al día siguiente el señor de Laissez-Faire, de quien hay que anotar antes de seguir adelante, que en su baronía estaba casi todo permitido. Y de quien hay que decir también en su beneficio y magnificencia, que incluso pudiendo hacerlo en su calidad de barón, no intervenía para nada en la vida y obra de sus administrados, siempre y cuando fuesen diligentes pagadores de todos los impuestos con los que les tenía gravados. También hay que decir que protegía la libertad individual de cada uno y el derecho a la propiedad, por lo que la población estaba contenta y feliz, razones, las económicas, por las que el duque de Deux-Verges le había hecho semejante engorroso y lejano encargo.
Partió, pues, el barón a cumplir la encomienda con cierto fastidio, ya que el viaje suponía cinco días de malos y traqueteantes caminos, aun a pesar de la suspensión con cintas de cuero de su coche de viaje, un modelo construido por su carretero, a prueba de lluvia, frío y asaltadores.
En el patio de caballos de su palacete, mientras enganchaban sus mozos de cuadra a dos poderosos ejemplares, tan valiosos para el tiro como para la carrera, la baronesa, entre hipos y sollozos de mujer melindrosa, despedía al barón encareciéndole que aceptase una manta de viaje que este se empeñaba en rechazar. Al final y con el pie en el estribo, aceptó la manta que le ofrecía su mujer, más por hacerle callar que por verdadera necesidad. El cochero atento a las órdenes del barón entendió con un gesto la orden de arrancar en cuanto el lacayo hubo cerrado la portezuela del coche tras el acomodo del señor de Laissez-Faire.
El viaje transcurrió sin incidentes notables, en las posadas y postas de parada era atendido con la diligencia y el honor que su rango exigía y, al quinto día, pudo entrevistarse con el corregidor de la primera villa que aglutinaba algunas de las aldeas protagonistas de los extraños casos de impagados.
El corregidor, aún a sabiendas de que el barón no había de creerle, se decidió, con cara de circunstancias, a contarle lo que sabía de los hechos que estaban provocando la despoblación y por ello la bajada de ingresos en las arcas del duque de Deux-Verges.
—Pues resulta, señor Barón, que los aldeanos aseguran que algunos espectros de hombres muertos se les vienen apareciendo con frecuencia y a lo largo de los días. Aparecen en las reuniones de los aldeanos, se sientan a la mesa con sus conocidos en silencio y hacen signos con la cabeza al conocido que sea y, este muere al día siguiente.
—¡Pero eso no son más que cuentos de vieja señor Corregidor! Ha de ser usted más duro y exigente con sus aldeanos y cobrar los impuestos correspondientes e impedir que huyan bajo pena de calabozo si fuera menester.
—Señor Barón, el cura de la villa que ya es viejo, me ha confirmado estos hechos y me ha citado ejemplos de personas conocidas por mí, que habían pasado delante de sus ojos. Estos días pasados, como en otro tiempo, ha consultado con el nuevo obispo, que ha tachado esas historias como visiones de los aldeanos… quienes cuentan que en otros tiempos, desenterraban los cuerpos de los aparecidos y los quemaban, de este modo y manera se libraron de estos que llamaban vampiros —calló el corregidor sofocado por los recuerdos.
—Le diré más, señor Barón, cuentan que hace muchos años, yo aún no había nacido, una mujer de la aldea del Bosque Oscuro, tras haber muerto con todos los sacramentos y haber sido enterrada en el cementerio junto a la iglesia del lugar, que cuatro días más tarde, se oyeron grandes ruidos y vieron a un espectro en forma de perro. Al día siguiente en forma de hombre se apareció a muchos aldeanos. Apretaba la garganta de las personas y el estómago hasta casi ahogarlas, dejándolas con una debilidad tremenda, y con una palidez cadavérica. Los animales tampoco quedaron libres de su ataque, pues ataba a las vacas por las colas, cansaba a los caballos y a todos los rebaños, no escuchándose por toda la comarca más que mugidos y aullidos de dolor. Estos hechos duraron bastante tiempo, y se solucionaron cuando unos valientes desenterraron a la mujer vampiro y la quemaron.
Hubo un silencio por parte del Corregidor que previo carraspeo continuó después.
—En una aldea más alta que la de Bosque Oscuro, concretamente en Peña Pelada ha aparecido un hombre, un pastor de la aldea, con los síntomas del vampirismo y la gente anda muy asustada, pues llama por la noche a las personas anunciándoles su muerte para dentro de pocos días, y hasta ahora uno ha muerto.
—Mañana mismo me acompañará usted señor Corregidor a la aldea en cuestión. Reclute una docena de hombres.
Al día siguiente y de buena mañana subieron los hombres hasta la aldea de Peña Pelada acompañados del cura y el corregidor, bajo las órdenes del barón de Laissez-Faire. Llegaron cerca del mediodía al cementerio y el barón dio orden de desenterrar al pastor. Su cuerpo estaba flexible y sin el verdín de los cadáveres, pero exhalaba un fétido olor. Los hombres entre náuseas lo colocaron sobre la hierba y lo fijaron al suelo con una estaca con la que le habían atravesado el corazón. En aquel momento y en medio del general espanto, se puso a hablar aun estando muerto y se burlaba de los asistentes abriendo su gran boca de vampiro y agradeciéndoles que le dieran un bastón para ahuyentar a los perros y a las alimañas salvajes. Todos se echaron a correr a excepción del cura que, con el cabello erizado por el terror, asperjaba con agua bendita al vampiro sin obtener resultado. El barón a pie firme y con una tremenda presencia de ánimo permanecía allí llamando a gritos a quienes huían despavoridos.
Regresaron todos al poco, avergonzados, y les ordenó el Barón que volvieran a clavarle otra estaca; durante esta operación lanzaba el vampiro grandes gritos mientras sangraba copiosamente. Así y atado lo entregaron al verdugo que lo llevó fuera de la aldea para quemarlo. Todos iban tras el carro y veían al vampiro mover pies y manos y le oían chillar furioso, hasta que las llamas acabaron con él.
Cuando al día siguiente no quedaban más que las cenizas frías, ordenó el Barón esparcirlas a los cuatro vientos y cinco días después constatando que las aldeas quedaban libres de amenazas, recaudó los impuestos pendientes, regresando para dar cuenta a su señor el duque de Deux-Verges.