1ª Entrega
Todo empezó durante un viaje. En realidad, todas mis novelas suelen ser un viaje a fin de cuentas y, esta de la que voy a hablar hoy es el viaje de dos jóvenes.
La vida no es otra cosa que un viaje que todos estamos obligados a realizar, habrá quienes lo hagan con mayor o menor felicidad, habrá quienes estén más o menos satisfechos al final del mismo, quienes aprendan algo, o quienes no saquen nada en claro, habrá quienes concluyan que no ha merecido la pena hacerlo, los menos, supongo, y habrá quienes se apuntarían a viajar de nuevo.
Aquellos que elijan volver a hacer el viaje, conviene que sepan, —ya lo habrán aprendido a lo largo del inaugural—, lo difícil que es volver al inicio, por no decir casi imposible.
A Ulises, —quien para mí, es la mismísima imagen del viajero tradicional—, le costó mucho volver a Itaca, el lugar en el que se hablaba su lengua, donde vivían sus seres queridos.
Estuvo diez años luchando lejos, y después tardó otros diez años en volver a la isla de la que era rey. Durante todo ese tiempo, su hijo Telémaco y su esposa Penélope tuvieron que soportar a los pretendientes que se proponían desposarla al suponer a Ulises muerto.
Al final, de semejante viaje de tantos años, cuando anciano regresa a la isla, ya es rico. Yo no sé si de riquezas materiales, lo que sí se deduce leyendo la Odisea, es que vuelve rico en sabiduría.
«…no apresures tu viaje en absoluto.
Mejor que dure muchos años,
y ya anciano recales en la isla,
rico con cuanto ganaste en el camino…»
En Un baño en Budapest, el protagonista principal, Jaroslav, aprende al final que el objetivo que se había marcado en la vida, el de llegar a Berlín para vivir mejor, aunque lejos de su Transnistria, su Ítaca particular, no era ese, sino el que descubre al regreso, desgraciadamente de una manera violenta, como si fuera una revelación, que el viaje ha sido más importante que la meta, y llega de regreso a su destino con la experiencia y la sabiduría que le ha dado la vida.
«… Salió a la carretera, el sol teñía el cielo de rojo por poniente y encaminó sus pasos hacia la casa de su padre…»
Hace unos cuantos años viajé a la fría Budapest. La llegada a esa hermosa ciudad fue durante una noche invernal. El avión nos dejó algo lejos de la terminal, y tuvimos que caminar un trecho sobre la nieve fría.
Pasar de la confortable temperatura de la aeronave al exterior con algunos grados bajo cero, no resultó un buen recibimiento. El taxi que nos llevó hasta la ciudad, la dificultad del idioma, lo intrincado a veces al leer los nombres, era para desanimar a cualquiera,
«…y a los cíclopes,
al enojado Poseidón no temas,
tales en tu camino nunca encontrarás,
si mantienes tu pensamiento elevado, y selecta
emoción tu espíritu y tu cuerpo tienta…»
pero, con la emoción en el cuerpo y en el espíritu, los pocos días que siguieron transcurrieron llenos de experiencias y buenos recuerdos.
El primero, y uno de los que más me impactó, fue mi primer baño en Budapest, en los estanques exteriores de los Baños de Széchenyi, rodeado por un paisaje de jardines nevados, sumergido en el agua caliente. Los copos de nieve caían suavemente a mi alrededor, los vapores del agua se elevaban hacia un cielo gris y los árboles revestidos de blanco, amortiguaban el escaso ruido que era capaz de llegar desde las poco transitadas vías del vecino Parque Elötti.
Ese día y allí, nació la inspiración para Un baño en Budapest. Todo lo demás es pura ficción ambientada gracias a los paseos por una ciudad, dividida por el Danubio, ese río que Vasile, el amigo de la infancia de Jaroslav conoce tan bien.
El paisaje urbano se despliega ante los ojos de los dos amigos, los icónicos edificios neoclásicos de la Andrássy utca, inalcanzables para ellos, destinados a pasar algunos días de su vida en un polvoriento, helador y abandonado edificio del barrio judío, gozando al menos de la incomparable vista desde su buhardilla, de la basílica de San Esteban, único agarradero al que en un momento de desánimo, Jaroslav se acogerá uno de aquellos días en los que decidió acerarse hasta el Puente de las Cadenas con tan mala fortuna, o al Mercado Central, en el que tampoco la suerte le acompañará.
«Cuando te encuentres de camino a Ítaca,
desea que sea largo el camino,
lleno de aventuras, lleno de conocimientos.
A los lestrigones y a los cíclopes,
al enojado Poseidón no temas,
tales en tu camino nunca encontrarás,
si mantienes tu pensamiento elevado, y selecta
emoción tu espíritu y tu cuerpo tienta.
A los lestrigones y a los cíclopes,
al fiero Poseidón no encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si tu alma no los coloca ante ti.
Desea que sea largo el camino.
Que sean muchas las mañanas estivales
en que con qué alegría, con qué gozo
arribes a puertos nunca antes vistos,
detente en los emporios fenicios,
y adquiere mercancías preciosas,
nácares y corales, ámbar y ébano,
y perfumes sensuales de todo tipo,
cuántos más perfumes sensuales puedas,
ve a ciudades de Egipto, a muchas,
aprende y aprende de los instruidos.
Ten siempre en tu mente a Ítaca.
La llegada allí es tu destino.
Pero no apresures tu viaje en absoluto.
Mejor que dure muchos años,
y ya anciano recales en la isla,
rico con cuanto ganaste en el camino,
sin esperar que te dé riquezas Ítaca.
Ítaca te dio el bello viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene más que darte.
Y si pobre la encuentras, Ítaca no te engañó.
Así sabio como te hiciste, con tanta experiencia,
comprenderás ya qué significan las Ítacas.»
Poema de: Constantino Kavafis.