Un Baño en Budapest. Parte II

(El viaje de los libros)


En la anterior entrega, parte I de Un Baño en Budapest, se hace referencia al viaje de la vida, a que todas mis novelas, en esencia, no son más que un viaje.
Mi viaje de la escritura, aunque comenzó hace tiempo ya, lo situé en 2016, año en que se publicó Cuentos del Cierzo. Después ha sido un viaje seguido de hitos, de publicaciones anuales, así en 2017 apareció Fátima, en 2018 Historia Secreta de Gallur; vieron la luz Los Siete Escalones en el año 2019, y siguiendo con este viaje, en 2020 llegó hasta todos vosotros Caminos Cruzados, 2021 fue el año de Larga Sombra de Gwaara, en 2022 arribó en este puerto de los libros publicados, Cuentos Perdidos, y en 2023, conmemorando el primer cumpleaños de mi nieta, apareció otro de los libros del viaje, Adela y la Cigüeña.
En el mes de diciembre de 2024 salió a la luz el que hoy nos trae aquí, Un Baño en Budapest.
El de 2025, ya casi está entre nosotros, solo le queda un poco, y que un amigo, termine de escribirle un prólogo.
Así es que, como un aprendiz de Ulises, sigo de camino a Ítaca.
Se van a cumplir diez años de luchas, al igual que Ulises; después me quedarán otros diez para volver.
Supongo que Ítaca será ese lugar en el que dejas de escribir. Uno, habrá llegado al hogar de la madre tierra, por lo que tal vez sea el momento de dejar la pluma. Ya se verá.
Me gusta seguir lo que escribió Constantin Kavafis en su poema Ítaca, es decir, no apresurar el viaje. Mejor que dure muchos años, y que cuando ya anciano, uno llega a su isla, hacerlo enriquecido, si no de euros, como será mi caso, sí, al menos rico en sabiduría y en buen escribir.
En Un Baño en Budapest, Jaroslav y Vasile, no muestran temor alguno. Poseen toda la vitalidad de la juventud, y son capaces de enfrentarse a quienes se les pongan en el camino. Tienen claro a dónde quieren llegar. No hay cíclopes, ni gigantes antropófagos de Lestrigonia que les detengan. Saben que no los van a encontrar en el camino porque no existen, pero, ¡ay!
Solamente un ¡ay! Se han de encontrar con personas como Ferenç, que sí, que son como una tabla de salvación, seres como Ferenç que te consiguen lo más acuciante, elemental y necesario. Hasta ese momento, son capaces de pensar que todo el mundo es bueno, pero, no, no es así. Lo irán descubriendo.
No obstante, siguen manteniendo su pensamiento elevado, su ilusión y su mira puesta en el mejor de los mundos, Berlín.

Y ¡qué emoción después de haber cerrado su acuerdo con Oleg! ¡Ha sido un buen acuerdo, pensaron, y la Volkswagen crafter de color negro brillante, de cristales tintados, con sus ciento veinte caballos rugiendo poderosamente a través de Hungría y Serbia!
Recuerdo los apuros de este par de amigos, perdidos en medio de la noche, en el ojo de la ventisca de nieve, por los alrededores de Belgrado, con la calefacción estropeada, discutiendo por qué carreteras seguir, desesperados de hallar la que les lleve hacia Kosovo.

O, su sorpresa al encontrar la frontera con Kosovo cerrada. Había que hablar con los piquetes e intentar convencerlos de que les dejaran pasar. ¡Ja, ja, ja! ¡Qué pardillos!

«—Tú déjame hablar a mí —había dicho Jaroslav».
Después de que alguien se pasaba de listo. Después de que alguien que había cogido más de lo que le correspondía, o después de que alguien se hubiera liado, en Metrovica, en Belgrado, en Tirana, o donde fuera, es cuando definitivamente, alguien tiene que llegar al rescate, pero no será Oleg, si no, un oscuro y poderoso personaje, Viktor, el moldavo, el producto del final de la Unión Soviética. Este, y no otro, es quien mueve los hilos, pero por su único interés, no porque le importen las vidas de Vasile y Jaroslav. No será Oleg, como debiera, porque este, solo tiene una especial facultad para imitar los aires de grandeza.
Al fin, cuando llegan a Mitrovica, la ciudad está envuelta en una densa niebla, solo saben que la entrega debe hacerse en la fachada norte de la estación de ferrocarril, al día siguiente. Al menos les da tiempo a «pasárselo bien», tanto, que están a punto de recibir alguna paliza que otra.

Después de pasar a la otra orilla del Ibar, la noche, bien por la niebla de Mitrovica, bien por lo cansados, faltos de sueño, pero llenos de sueños incumplidos, además de cierta cantidad de cerveza, se durmieron casi al instante de haber llegado al supuesto punto de encuentro.

Al regresar, ya en Serbia, la sombra de un pájaro negro se proyectó sobre ellos.

Tirados al suelo, como si de sacos de patatas se tratara, o de cosas inanimadas y sin valor alguno, tratados a patadas por los policías que les apuntaban con sus ZM21, llegaron a temer por sus vidas. Más adelante, ya de nuevo en Hungría, ¿quien habría de pensar que el más insignificante, en teoría, el «Don nadie» Efim, les habrá de meter en un buen aprieto?

Una vez vueltos a Budapest, por fin, encuentran en Balázs, el comisario del distrito XIV, a una persona digamos seria, responsable, e incorruptible.

No obstante, el desánimo abre hueco en el corazón de Jaroslav.

«No debo coger frío. Me voy a casa».

En su camino, pasaba por al lado de San Esteban. «Un descanso no me vendrá mal». Entró, la basílica estaba vacía a esa hora, o al menos eso le pareció. Procuró no hacer ruido con la puerta, y fue a sentarse cerca de una de las grandes columnas; entonces escuchó un débil rumor que parecía proceder de alguna de las capillas laterales, cambió de banco para estar vigilante. Un cura murmuraba las oraciones de la misa en una lengua extraña para Jaroslav, y una sombra negra arrodillada en el reclinatorio ante el altar seguía la liturgia. En cierta manera se sintió conmovido por aquel momento. Las palabras ininteligibles le llegaban ásperas, sin embargo, tenían un cierto tipo de consuelo. Era como si sintiera calor, el calor de una humanidad muy lejana, que se manifestaba allí. Se acordó de su casa, y de su madre, casi siempre se acordaba de ella en los momentos en que estaba abatido, incluso aparecía en sus sueños, pero siempre eran sueños inquietantes.
El cura alzó el rostro en el momento en que se dirigía a la sombra oscura que seguía la misa, quien al mirar al oficiante descubrió una cara de mujer anciana. Temeroso de ser descubierto, permaneció sentado a la sombra del pilar hasta que el cura terminó su rezo, poco después, la dama, con pasos cortos, arrastrando los zapatos, y cubierta con un velo negro, pasó muy cerca de él, no quiso mirarla para que no le descubriera en el brillo de los ojos.
Al poco salió un sacristán que apagó las velas de la capilla de un soplido suave pero enérgico a la vez. Quedó rodeado de la suntuosa decoración de mármoles, jaspes y relieves tenuemente iluminados. Sobre el altar mayor, mucho más iluminado, un templete sostenido por cuatro columnas, protegía la que supuso imagen del rey santo, Esteban. Creyó leer una inscripción que decía algo así como:
…Intercede por nosotros junto a nuestro rey… «¡Eso» —pensó—. «Intercede por mí, o ayúdame algo».
Volvió a acordarse de la oración de su madre
«¡Qué cosas, dos veces en pocos días!».
Cuando la iglesia le pareció que estaba desierta, se dirigió hacia la sacristía.
Estaba mejor de la espalda, parecía haberle pasado el dolor, y era probable que el sacristán o el cura le pudieran socorrer con algo de comida o de dinero.

Se asomó con sigilo a la puerta de la misma, el cura y el sacristán conversaban en voz baja mientras fumaban. Se echó hacia atrás al arrepentirse en el último momento, de lo que iba a pedir. No quería pedir limosna, así pues, caminando con sigilo, se dirigió hacia la puerta que chirrió al empujarla para salir.
Frío, fue lo que sintió al salir. Una bocanada de frío que llegaba hasta la cara con el olor cercano del Danubio.
¡Estaba imputado y la noticia de la muerte de la única persona a la que hubiera podido reclamar el cobro, le supusieron lo mismo que si le hubieran dado un puñetazo en el estómago! ¡No tenía ni idea de lo de Ferenç!
De Vasile, a estas alturas, del sinvergüenza de Vasile, de quien había perdido la esperanza de encontrarlo, seguramente estaría en Alemania.

Al final, la esperanza, el calor del verano y el sol, vuelven a brillar.

El autobús le dejó en una parada al borde de la carretera, al lado de una marquesina que soportaba el cartel de Kolbasna. De nuevo en su casa, buscando la Ítaca en su Kolbasna.

Lo de Kolbasna, es mejor leerlo.

2 comentarios en “Un Baño en Budapest. Parte II”

    1. Gracias por tu lectura, y por tu apoyo con este comentario. La opinión que expresas es muy importante, además de coincidente en parecidos términos, con la de otros lectores.
      Gracias de nuevo y saludos.

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