Rebuznaban los asnos en la tarde soleada de noviembre. En la capilla de la cueva, las puertas abiertas hacia un interior recogido y con un toque colorista en el retablo, sonaba quedamente el canto gregoriano.
Uno a continuación de otro, contagiándose tal vez, rebuznaban a más y mejor, con las orejas enhiestas hacia el sol, entonaban su jerga asnal escaleras debajo del pequeño santuario.
A la derecha de la entrada a este, en un banco de vieja madera arrimado a la basta roca, rezaba, o así lo parecía, una anciana bajita y encorvada, recién llegada en el autobús de línea del que se había apeado, con la ayuda del conductor, en medio de la plaza próxima al santuario, orlada de madroños y viburnos.
Tras recibir y agradecer la ayuda para el apeo, se había encaminado con marcha dubitativa, apoyada en su andador, hasta la cueva santuario.
A su paso, los vendedores de almendras garrapiñadas apostados en el paseo del mirador, la habían saludado con una inclinación de cabeza.
Una leve brisa proveniente del mar escalaba por la ladera arriba de la montaña, hasta perderse por los embudos de los barrancos, remontando los puertos para asentarse después por la serranía, depositando su húmeda carga sobre las sedientas plantas.
Los sucesivos transportes de viajeros descargaban indolentemente su pasaje en la plaza aledaña al santuario, rellenando de risas frescas, y de fotografías con las vistas panorámicas del fondo, con las que todo se configuraba y mezclaba como en un sueño que vivieran las casas que conformaban la plaza, asomadas y mudas ante el paso del tiempo y las nuevas costumbres.
Sorprendiendo de vez en cuando con su llamada, los asnos, se hacían oír como los representantes de un medio de transporte cada vez más relegado a otras épocas.
Se alineaban las calles paralelamente a la ladera formando aterrazamientos de casas blancas. Entre ellas de cuando en cuando asomaban por entre los ocultos patios, el áloe gigante y las pitas sobre las que aquí y allá, como en una lotería, se erguían poderosas algunas palmeras y araucarias. Más modestos, los pinsapos, sombreaban algún muro desnudo de ventanas.
La corriente transportada hasta la plaza, junto al santuario, se desplazaba ahora por las calles quietas. Recibía el callado empedrado, las pisadas ruidosas y urgentes, además del eco de los ladridos de los perros de guardia tras los patios.
Las cerámicas, las capillas, las rejas mudas de ventanas y balcones, las celosías y los ocultos habitantes despidieron al poco tiempo a la turbamulta de viajeros, que marchaban en oleadas con el sol.
Al quedar la plaza vacía se vio a la anciana del andador bajando la rampa del santuario entre las acacias. En medio de la silente soledad se escuchó el corte de energía, en los altavoces, cesando abruptamente el canto gregoriano que hasta el momento había pasado desapercibido. El chirrido de las rejas del santuario al cerrarse, viajó en el aire cuando se ponía el sol.