Aventura en el Christian Radich
¡Qué cosas! una ciudad en la que raras veces llueve y hoy, precisamente hoy en el paseo de las palmeras, en ese en el que se abren en la penumbra las coloristas flores de las aves del paraiso gigantes, los lujuriantes bananos, las araucarias, emergentes de entre toda la floresta semitropical en competición con el extenso palmeral, plagado de loros y cotorras domésticos escapados de sus dueños, o quien sabe si a causa de la inconsciente e irreflexiva manumisión dada por estos, han llegado hasta el jardin urbano en el que viven en feliz y montaraz revolución campando a sus anchas, ¡qué cosas! hoy como sin quererlo comienzan a caer gruesas gotas, pocas de momento por metro cuadrado.
Los sorprendidos paseantes, aunque raras veces llueve, se apresuran a guarecerse.
¡Corre, corre…!
Como pececillos de plata huyendo de la luz, así escapan del chaparrón que se avecina los confiados y relajados, hasta hace poco, viandantes.
Corren hasta la prometedora marquesina de la parada del autobus soportando la amenazante rociadura por entre el tráfico de la avenida paralela, mientras que el rojo inmisericorde de los semáforos va provocando carreras, se diría que, de corriente alterna.
Las luces salvadoras de la marquesina arraciman bajo su cobijo a las mojadas gentes que hace breves minutos paseaban indolentemente.
¡Ahí viene…!, todo el mundo se prepara, no se escapará, ¡no para…!, lleva el cartel de completo.
Ha ido disminuyendo la lluvia dejando la puerta abierta a un frío y desapacible atardecer.
Se encienden las primeras luces. El tráfico continúa incansable evacuando el agua del suelo con su ruido de pisar papilla.
La marquesina ha quedado vacía de esperanzados viajeros. Al otro lado de la avenida repleta de tráfico, al otro lado del palmeral que traza un cinturón de verde silencio, también ha quedado vacío el muelle nuevo de las embarcaciones de recreo y la dársena del muelle viejo en donde atraca el «Christian Radich». El brusco levante iniciado tras la tormenta suena entre sus estays. Por las burdas y los obenques parece colarse contándonos aventuras de sus singladuras desde la fría Noruega hasta el cálido Mediterráneo. Cruje su arboladura con un sonido metálico y el bauprés, cansado de ceñir al viento, con el cabeceo del agua parece confirmar con un si, si, si, todas las historias que cuenta el levante. Si le dejamos nos contará tantas cosas, tantas olas bajo él y tantos esfuerzos por aliarse con las maniobras, que dada la hora que es, mejor que salgamos de la dársena de puntillas para no llamar su atención. Volveremos otro día.