Marea discontinua de prometedor futuro
Quería verlo todo, iba a ser el primer día, pero a la vez sentía o temor o una vergüenza extraña que le impedía comportarse como los demás.
Era una mañana otoñal, no libre de los primeros fríos que ya habían estropeado los postreros días del verano; en las calles se estancaban los primeros charcos y una niebla tenue, inusual para la época, difuminaba los contornos de la media distancia.
Se le retrasaban los pasos a lo largo de la calle, conforme se acercaba a la principal, por la que discurría en alegre algarabía punteando aceras y centro de calzada, aquí y allá, como a voleo, grupos de chicos y chicas separados los unos de los otros, haciendo burlas, o persiguiéndose esporádicamente, más ellos a ellas, que escapaban entre un revoloteo de trenzas y chillidos. Eran como una pequeña marea discontinua de prometedor futuro.
El vibrar de las voces y el desconocimiento de tanta novedad, le retrajo aún más, por lo que se paró medio ocultándose al lado del umbral de un portalón de corral, indeciso de si debía de seguir adelante o esperar a que pasasen todos.
La calle mirada hacia atrás, se prolongaba mediante los árboles que asomaban por encima de la tapia del molino de aceite. Ambos lados de la misma estaban guardados por altas muros sin ningún interés, ciegas, sin adornos, si acaso de largo en largo trecho, se abrían los huecos de alguna puerta, que, salpicada de polvo y barro viejo, dormía con su cerradura silenciosa, en cuyo ojo habían tejido las arañas, telas abandonadas y polvorientas sin ningún servicio, como trampa para incautas moscas.
Levantó la vista al escuchar el gorjeo de algún pajarillo, que saltaba entre el follaje amarillento de las hojas de una higuera, cuyas ramas asomaban por encima del último lienzo de tapia que a su izquierda, llegaba a formar esquina con la calle principal.
En su continuada indecisión había ido acercándose, sin querer del todo, a la calle por la que discurrían todos hacia su punto de destino.
Dentro de la comodidad de su ropa, que le podría dar seguridad y confianza en aquella mañana medio gris, se azoraba ahora su corazón, creándole cierta confusión entre el deseo de ir y el recelo de encontrarse entre nuevos, pero al fin un tanto de temor a lo desconocido, le volvió a retrasar con dudas.
Miraba ahora desde la esquina, parado, a quienes pasaban siendo los últimos ya apresurados. Vigilaba con la esperanza de ver alguna cara conocida, que le infundiera ánimo en su interior como excusa para dar los pasos decididos y sin desconfianza. Al poco, alguien vagamente visto otras veces, de aproximadamente su misma edad, le dirigió una mirada que parecía preguntarle qué hacía ahí, pero en su brillo reconoció cierta inquietud que parecía decirle: ––No vayas, yo no sé por qué lo hago––. Consciente este último viandante de que no había conseguido con la mirada animarle a seguir, sin pararse, movió la cabeza con un gesto de la barbilla indicando dirección.
A punto estuvo de seguirle cuando unos metros más adelante volvía su posible salvador la cabeza, para comprobar si venía detrás, pero al comprobar que permanecía clavado en la misma posición, se fue confundiendo en la frescura de la mañana.
Al poco tiempo, sin haberse movido todavía, empezó a quedar la calle vacía y en silencio. Pasó el resto de la mañana, calle arriba y calle abajo, procurando pasar desapercibido, siempre atento a ocultarse de alguna cara conocida. Ahora que la suerte ya estaba echada y nada de lo hecho tenía remedio, descubrió que en cualquier caso, aquella calle, era un buen lugar para esconderse, puesto que aproximadamente casi dos horas después, no habían pasado más que una anciana vestida de luto apoyándose en un bastón, con paso lento, que o bien no le vio, o bien no le despertó ningún interés; y un rebaño de ovejas que detrás de su pastor fue pasando al compás de las esquilas y un olor acre
Quedó la calle en silencio, adormeciéndose con el cada vez más lejano tintineo de las esquilas del rebaño. En su superficie los charcos dejaron volar su imaginación por un mundo de viajes a través de aquellos mares pequeños, recalando las pajas que simulaban a barcos, en angostas ensenadas, o fondeando en bahías amplias de color cenagoso, mientras que otras, arrastradas con lentitud por corrientes provocadas por las pezuñas de las ovejas, pasaban de un mar a otro demorándose en ríos estrechos incapaces de aumentar la velocidad de su corriente conforme se iban nivelando los trasvases de agua entre unas y otras cuencas, hasta que de vez en cuando, el paso de algún caballo arrastrando su carro, unas veces vacío, u otras cargado, provocaba una tormenta de espumas, corrientes y remolinos en el agua que simulaban un mundo de caos y confusión divertido, sobre todo para romper el aburrimiento que se estaba adueñando de aquella mañana después de su primera indecisión.
Las campanadas en el reloj de la torre le devolvieron a la realidad, contó once. Eran las once de la mañana, hasta ese momento no empezó claramente a hacerse una luz en su cerebro acuciantemente, que le destellaba con insistencia preguntándole acerca de una respuesta a una cuestión, la solución pasaba por dos contestaciones: una mentira bien urdida, o la verdad.
Debió de pasar una hora más y en esas estaba, cuando el tránsito de viandantes por la calle, desde primeras horas de la mañana reducido, fue aumentado, por lo que ya no pudo ocultarse, como seguía siendo su intención, de todas las caras, ni de sustraerse a algunas preguntas que le dirigieron juzgándole, y afeándole su proceder, pues era demasiado evidente que no era ese el lugar ni la hora para él, en el que debería estar.
Una vez que toda la marea de gritos y carreras alocadas volvía a pasar con alegría de vuelta hacia sus hogares, se incorporó a la misma corriente, cuidando de no hablar con nadie hasta llegar a su casa en la que la mentira a las preguntas surtió efecto de momento.
A la tarde su madre le acompañó a la escuela para asegurarse de que llegaba y el maestro colocando una mano en su hombro, a la vez que le miraba desde la altura de sus lentes extraordinariamente limpias, le invitaba a pasar al aula, diciéndole sin hablar, con una mirada, que allí no se comían a nadie y que la promesa del conocimiento de lejanos mares, estrellas y resplandecientes soles, solo la encontraría en aquel lugar, en el estudio y el aprendizaje que día a día le ayudarían a hacerse hombre.