Para subir a la falsa, por lo de aparente, ilusoria, quimérica, imaginaria, destartalada ascensión que había de hacerse hasta la buhardilla, que a partir de ahora en sentido familiar seguiremos llamando falsa, había que acceder desde la cocina a través de una puerta sobre elevada algo así como sesenta centímetros por encima del nivel del pavimento. Era una puerta pintada de color aproximadamente marrón oscuro, que se cerraba con solo una aldaba deteriorada por el tiempo.
Le gustaba pasar largas horas en la gran escalera polvorienta, mientras alguien no reclamase su presencia o advirtiera que ya hacía rato que no se le veía.
A derecha e izquierda, se apilaban los más dispares utensilios de uso cotidiano en la casa. De algunos se diría que ni cotidiano, a juzgar por la personalidad y el fondo de la solera del manto de polvo y telarañas con que se cubrían, encontrando escalón tras escalón desde mazos de esparto, pasando por botes de hojalata, terrizas antiguas de cerámica con bordes vidriados, barreños, cántaros, braseros, tubos de chimenea, rollos de alambre, haces de cuerda, escobas de palma, cajas de botellas de cerveza vacías color ambarino, botellas de vidrio verde, sifones que aún conservaban líquido, y cajas varias de cartón junto con cestas y canastos de mimbre, además de otras cosas indescriptibles que permanecían arrumbadas y olvidadas, doliéndose de los días en que formaron parte de un todo al cual complementaban para el disfrute de su usuario y hoy olvidadas. Ni había memoria de ellas. Cuando más, acaso un vaguísimo recuerdo; otras ni eso. Pero que ahora, sin saberlo, al no tener conciencia de sí mismas, como objetos arrinconados e inanimados, formaban parte de un nuevo ser misterioso, dormido, que era capaz de recrear historias diversas: el ser de la falsa, con respiración y vida propia, que despertaba todas las noches cuando la humanidad dormía.
Al inicio de los escalones, altísimos para un niño o un enano, a mano izquierda, según se abría la puerta de color aproximadamente marrón oscuro, se ubicaba como una especie de depósito o de vaso de expansión o de vaya usted a saber qué, correspondiente a la instalación de la calefacción del piso de abajo. Los del piso de abajo eran ricos. En los días de invierno apoyaba su cara contra el acero y escuchaba junto con el calor que transmitía el metal las conversaciones de los vecinos, al menos todas aquellas que se decían en voz alta; las que transcurrían en un tono medio eran imposibles de descifrar, solo como mucho, las frases finales, algunas deducidas por el hilo de las conversaciones, que a veces disminuían de volumen, dando a entender que algo más intimo o secreto se decía, impidiendo al oyente inesperado e insospechado de arriba enterarse casi siempre de nada en definitiva.
Junto a este depósito, casi siempre se solía encontrar con arenas blancas para bruñir y abrillantar los metales, además de otros botes con estropajos, bayetas y tajos de jabón artesano, que siempre se depositaban allí para garantizar que se encontraban en sitio seco y por la cómoda proximidad del fregadero de la cocina, al otro lado de la puerta de color aproximadamente marrón oscuro.
Algunos escalones más arriba, una vez traspasada la altura en la que dormían las cajas de cerveza vacías color ambarino, comenzaba el reino de las telarañas, que coleccionaban otro reino dentro de él, envuelto por una penumbra más consistente de cajas de madera llenas de novelas y tebeos de un tiempo pasado, de páginas amarillentas de papel frágil y recomido por los ratones, que a falta de otra cosa mejor que llevarse a la boca, debían husmear en los ratos perdidos de las noches serenas, alimentando así sus estómagos y quien sabe si su espíritu literario, emulando con ello a las famosas ratas de biblioteca.
Cuando permanecía ratos ávidamente repasando y hojeando dibujos antiguos de héroes imaginarios, que iban despertando de un largo y polvoriento letargo al paso de las hojas, de cuando en cuando se solían oír ruidos extraños en el silencio de la falsa tenebrosa, que se prolongaba más allá del pequeño y sucio lucernario de la cubierta, cuya proyección de luz, aun zambulléndose de lleno en la oscuridad más absoluta, no conseguía herir lo más mínimo la tiniebla a través de la cual jamás se había atrevido a caminar, ni se atrevería por todo el oro del mundo.
El mejor tesoro encontrado allá arriba, cerca del halo de luz, y cerca también de la amenazante y tenebrosa oscuridad del imaginado fondo lejano de la falsa, era un libro encuadernado a mano, manuscrito, de viajes alrededor del mundo, en el que aparecían dibujos a plumilla de trasatlánticos zarpando de puertos, de extrañas gentes tocadas de turbantes, de elefantes ricamente adornados, aves extrañas acariciadas por vistosas plumas, nombres tan lejanos y desconocidos como Baluchistán, o Samarcanda, árboles que recibían nombres raros como secuoyas, que en el dibujo aparecían horadadas por un túnel a través del que transitaba un carro tirado por caballos, lejanísimos pobladores de islas ignotas del sudeste de Asia, africanas con deformaciones en los labios, cargadas de collares, y maharajás que paseaban por encima de cadáveres de tigres de Bengala.
Aquella tarde lluviosa y fría en que a duras penas podía seguir el curso de la lectura de aquel tesoro que repasaba a escondidas en las alturas de la falsa, la luz escasa que entraba a través del lucernario había ido disminuyendo, y quién sabe si enardecido por lo leído de aquellas aventuras, lanzando una ojeada a su alrededor, descubría a duras penas en la semipenumbra el contorno de otra caja de madera más allá del límite allende el cual nunca se había aventurado. Resonaban las gotas de lluvia en el tejado cansadamente, y por las hendiduras y desajustes del lucernario entreabierto, se descolgaban una o dos goteras, que a destiempo chocaban contra el suelo de un mortero bastardo sobre el que hacía rato ya permanecía sentado.
La recompensa del posible premio de aquella caja contenedora, de quien sabe qué oculto secreto, empezaba a espolear su imaginación, superando a ráfagas el temor que le producía aventurarse más allá de aquellos límites que dijo que no traspasaría ni se atrevería a traspasar ni por todo el oro del mundo. Pasó un rato en el silencio, solo roto por el desacompasado caer de las dos goteras del lucernario, y comprobando en su interior más íntimo que comenzaba a encenderse un atisbo de seguridad en sí mismo, se incorporó con cuidado de no enfrascarse en las telarañas que como cortinas se tendían por doquier. Estaba lejos del centro de la cubierta, por lo que al encontrarse cerca del alero, podía tocar las vigas de madera que bajaban desde la jácena central, y acariciando con las manos los pares de madera que desde la cumbrera venían a morir en la carrera del muro exterior, les arrancó un susurro de olor a resina antigua, cuya aspereza y valentía impregnó sus manos, cortando una pieza de la urdimbre del cañizo del tejado, y sintiéndose más valiente con esta débil arma, a modo de espada blandida, se aventuró hacia la caja de la semipenumbra.
Con cautela, descorriendo con la pieza de caña las telarañas que se tendían a su paso, llegó hasta la caja. Al moverla, corrieron arañas y otros insectos desconocidos a esconderse en un lugar más seguro. Hubo de ponerse a un lado, decidido como estaba a no llevarse la caja de allí a causa de quién sabe cuántos bichos más podría haber debajo o al lado, si quería no interrumpir la escasa luz que llegaba desde el ahora lejano lucernario. Una vez que sus ojos se hubieron ido acostumbrando a la escasez de luz, comenzaron a vislumbrarse en el fondo de la caja balas de fusil dentro de sus casquillos, lo que quería decir que no se habían disparado nunca. Había como diez o doce, frías y pesadas, que al quitarles el polvo, recogieron un mortecino destello de los últimos rayos que se aventuraban hasta aquella profundidad. Sorprendido aún por el hallazgo, no advirtió que era observado desde el fondo más tenebroso al que no se aventuraría a ir ni por todo el oro del mundo. En estas estaba, cuando oyó, adivinó casi un murmullo o ruido, o desplazarse apenas perceptible, que en principio le intranquilizó, pero dispuesto en la tarea de entrever las balas, no prestó mucha atención. Un segundo rumor, esta vez sí real, verdaderamente real, lo había escuchado perfectamente, le sugirió un escalofrío que, comenzando en su costado izquierdo, se dispersó como un relámpago por su espina dorsal hasta llegar detrás de las orejas. Apretando la caña en una mano y una bala que le pinchaba en la palma de la otra, se incorporó lentamente, al tiempo que sus ojos escrutaban la oscuridad del fondo de la falsa. Poco a poco, en el silencio, al girar el cuello a su izquierda en la labor de inspección, los dos carbones encendidos que adivinó se acercaban hacia él, hicieron que se le erizara el cabello y corrió, corrió a medio trompicones y arrastrando tras de sí todas las telarañas a su paso. La imaginaria espada que hace un momento blandía con firmeza volaba por los aires mientras bajaba a saltos peligrosos todos los escalones hasta llegar a la puerta pintada de color aproximadamente marrón oscuro, que, después de traspasarla, volvió dando un portazo, apoyando contra ella la espalda. Al poco tiempo, una vez serenado, escuchó al otro lado el maullido de un gato que le llamaba.
Congratulations por el relato, me ha trasladado a la infancia. ¿Te había contado yo alguna vez como era la falsa en casa de mi abuela y me lo has copiado? Resulta que es igual, los mismos cachivaches, las mismas telarañas y la misma inquietud cuando subíamos mi prima y yo de hurtadillas a explorar y rebuscar por las cajas y baúles mientras mis tíos dormían la siesta, incluso tenía un agujero en los cañizos por donde entraban los rayos de sol. También había un cuadro grande, en todas las falsas hay un cuadro grande, puede ser San José Carpintero, María con el Niño o Santa Lucía con los ojos en la mano, pero en todas falsas hay uno, es como el guardián de los cachivaches, el de mi abuela era San José aserrando unos tablones en el patio de la casa y el Niño Jesús mirando, el cuadro estaba al lado de la puerta y me decía mi prima que si no nos santiguábamos iríamos al infierno, así que para entrar en la falsa era acto obligado, eso sí, después de persignarnos ya estábamos en paz con el santo y permanecíamos allí hasta que oíamos gritar a la abuela ¡donde demonios se han metido estos críos!.
Después he subido a otras falsas, pero ya no eran igual, faltaba… algo, puede ser que la inocencia.
Muchas gracias por tu atención. Me alegra sobremanera que la lectura te haya trasladado a aquellas felices épocas de tu infancia.
Estoy de acuerdo contigo en que todas las falsas se parecen, pero creo que no es menos cierto que se parecen en nuestra imaginación de niños.
Resulta agradable saber y comprobar que a pesar del paso de los años, quienes ya hemos dejado muy atras aquellos tiempos, llevemos aún escondido en un rincon de nuestro interior, al resguardo de los avatares por los que nos ha llevado la vida, los restos del niño que fuimos.
Gracias Malochica.