Son las 23:11 en la plaza, 7 °C, y con ellos el frio y el silencio de los coches estacionados lo envuelve todo. Poco a poco han ido resonando los pasos solitarios, calle Mayor arriba. Al avanzar se escucha a través de los sumideros, el ruido ronco y profundo de las alcantarillas en descanso. Desde una casa, en mí deambular, se oye el susurro de una caldera de calefacción, descansando del trabajo al ciento por ciento de un día con viento fuerte y helador que ha azotado las fachadas y sus huecos, y a sus habitantes ateridos en el interior.
Cuatro minutos más tarde, asomado al pretil de la Cuesta Nueva, observo las luces del tractor que aún sigue dando la vuelta con su arado a los rastrojos de la reciente cosecha del maíz, en esas todavía cincuenta hectáreas que le esperan por delante.
Uno piensa en la incontinencia de su conductor. ¿Qué le moverá, qué le urgirá para hacer inaplazable ese trabajo para mañana y para pasado, y para el otro, y el otro, en definitiva, para el día, para la luz, y para dedicar estas horas al descanso, con merecimiento, y no dárselas al negocio?
No será el afán desmedido de ganancias, seguramente será, tal vez, una necesidad acuciante de un por si acaso, será la necesidad de prever, la necesidad de no caer en la inacción el día de mañana.
Uno no sabe nada, al fin nada de casi nada y uno se da cuenta de esto ahora, en la noche, al pasear cuesta arriba por la calle Mayor hacia casa después de comentar con los amigos la situación de la política mundial o el último gol del partido de fútbol. ¡Qué curioso, aunar en unas conversaciones vecinas los goles —la política y la guerra— con la necesidad de la paz y la crítica continua y justificada a los dirigentes políticos! ¿Será que todos llevamos dentro un pequeño y miserable dictador…?
Los pasos medidos casi contados que me han traído a la parte alta del pueblo, hasta mi casa, mi casa como un antemural contra la invasión y el ataque del cierzo, mi casa de adobes y tierra vieja, mi casa de maderos viejos de los bosques de la lejana cordillera que en las mañanas como hoy puedo vislumbrar a lo lejos, mientras lavo los platos en el fregadero de mi cocina, como una diadema blanca de hielos y nieve perpetua.
Los pasos medidos me dan el peso y cuenta del tiempo.
Los pasos hacia este antemural, que es mi casa, que día a día me va pidiendo cosas, me va pidiendo atenciones, me va pidiendo reparaciones. Los pasos me enseñan, me han enseñado hasta hoy, no en el último momento, no en los últimos años, sino que ahora descubro, a lo largo del tiempo vivido, y a lo dilatado de ellos, que lo más importante de todo, ha sido esto, estos momentos, o estos minutos en los que ante la soledad callada de la noche invernal uno descubre que no se va a aburrir nunca, y que queda tanto por hacer, que lo que más siente es que no le va a dar tiempo a hacer todo lo que se propone.
El tractor ha callado su melodía sin darme cuenta, la noche y su silencio me envuelven, siento un frío en la nuca. Sobre mí, tras el cristal del lucernario, me observa la luna casi llena.
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