Las erizas están a la sombra. Están a la sombra del toldo, reunidas en aquelarre de modernas brujas. El toldo del restaurante les cobija y les da un aire de superioridad. El suave rumor del mar cercano, tercia en su conversación de corta y corta y de mi papá por aquí y mi papá por allá.
Las erizas tienen tías que ya les hablaron de las grandes fincas del abuelo, que fue ingeniero de caminos y construyó presas para el régimen.
Las erizas son descendientes de gobernadores civiles que inauguraban obras públicas con el jefe del estado.
Las erizas bajo sus sombreros de paja blanca ocultan las miradas, y condescendientes ríen los ofrecimientos del camarero que las lisonjea con respeto y distancia medida, mientras que sonríen levemente a los ocasionales saludos de quienes pasan, tras el espejo oscuro de sus gafas.
En la apabullante e insulsa conversación, muestran su árbol genealógico y presumen de sus casitas del sur al borde del mar, con escaleras directas y exclusivas a la playa.
Un rayo travieso de sol se cuela, de vez en cuando y arranca destellos del vino dorado de las copas frías que reposan sobre la mesa. Mientras tanto, las piernas de las erizas, doradas por un suave sol, se balancean indolentes, nerviosas quizás conteniendo una urgencia.
Cuando ya ha desfilado desde la playa la mayoría de los bañistas, puesto que ya no queda casi nadie que las salude, aplastan sus últimos cigarrillos en el cenicero dejando las copas señaladas con el carmín y quedan para el paseo del atardecer o para la copa de la noche, «pero traeros una rebequita, que refrescará…»
Entre un gorjeo insulso y falso se despiden entre besos y brillos de pulseras doradas hasta después.