La tarde se enfrió con la llegada de un viento fuerte del noroeste, cuando eso ocurría en los meses más calurosos del verano, era como un soplo de rebeldía; los cuerpos de las gentes, acostumbrados a la tortura del sol y a la luz destellante del amplio valle, recibían como agradecidos un poco de bonanza tras días seguidos de altas temperaturas, y noches en las que era imposible conciliar el sueño.
Los campos quietos en el mar verde de cultivos, otros amarillos y sazonados, recibían con júbilo las primeras brisas frescas como una revelación, que, casi acto seguido, empezaba a volverse huracán, martirizando los tallos y las copas de los árboles que se mecían doblegados por la fuerza del viento, haciéndolos quebradizos después de tantos días de ser acariciados al amanecer por la luz, y socarrados en la canícula del mediodía, y rematados con el sordo calor de las cuatro y media de la tarde. Solo al atardecer y ya bien entradas las once de la noche, se sentía respirar libremente a las plantas, siempre y cuando que un observador agudo, paciente y de fino oído se metiera en la espesura de los sotos o entre los campos de cultivo.
Los aviones roqueros, las golondrinas, las grullas, las cigüeñas, los ánades, los pinzones, toda clase de pájaros, hasta los gorriones y los herrerillos, los buitres que merodeaban altos de vez en cuando, desaparecían como a un destierro previamente a estos vientos, como anunciadores con suficiente antelación, de que el vendaval estaba próximo a llegar. Las gentes más observadoras, hacían gala de esa información, y se preparaban para lo que iba a venir. Las cigüeñas en las altas torres y chimeneas, montaban guardia como hieráticos centinelas en sus colgados nidos, las grullas buscaban el cobijo de los álamos y demás vegetación en las riberas del río.
Las abejas, las moscas, mosquitos, libélulas, mariposas, y toda la volatería invertebrada, desaparecían barridas con las primeras brisas, los invertebrados de tierra, se aferraban a las hierbas, o se escondían bajo una débil capa de tierra protegidos en sus improvisados refugios.
El cielo, unas horas antes completamente azul, comenzaba a cubrirse con lejanos nubarrones grises, grises medios, azules cobalto, añiles, blancos empenachados, que se convertían en jirones, cuando el viento llegaba hasta las altas capas en donde no podían guarecerse bajo ningún abrigo, como el presagio de una terrible maldición divina; en pocos minutos lo que había sido un día esplendoroso y de cruel quemazón del sol, se convertía en un paisaje de cielos amenazadores y oscuros, que no presagiaban agua, sino viento inclemente, como Lilit que huía hacia el oriente, que no soportaba más el cerco de los árboles ni el vaho de la tierra ni el de los seres vivos hasta que cambiasen las presiones atmosféricas, en algún lugar muy lejano, sobre el mar del este.
Este acontecimiento climatológico, provocaba variaciones y desarreglos en el comportamiento de los habitantes del valle. A los pacientes les daba el aire y se volvían como locos, con trastornos difíciles de prever para el médico más entrenado. Es verdad que a toda la población no le ocurría lo mismo, ni tampoco a todos, pero a veces podía parecer incluso contagioso, sin que mediase ningún virus de por medio, y sin que entre unos y otros afectados existiera relación alguna. No obstante, como no se consideraba una enfermedad, por lo pasajero de tal situación, que solía durar como cuatro o cinco días a lo sumo, nadie se preocupaba tanto como para consultar con el médico. Aunque pudiera considerarse como una enfermedad, las gentes eran lo suficientemente duras y sacrificadas como para pensar que estaban enfermos, el solo pensar que hubiesen de recurrir al servicio prestado por un médico, eso no era más que sinónimo de melindrosos y blandos.
La gente seguía con sus tareas normales, sus quehaceres, pero en el momento más inesperado, bastaba con que un vecino se cruzase con otro en la calle, y le mirase fijamente de arriba abajo, sin decir palabra, y ya se había liado el conflicto o la pelea, sin motivo aparente. Acudían a la pelotera entre los gritos, las mujeres o los hombres más cercanos, que también se enzarzaban tomando partido por uno u otro. Si alguno había, que los encontraba sin que les hubiera dado el aire, y terciaba para apaciguar a sus convecinos, podía salir con la camisa hecha jirones o algún ojo amoratado.
Pero el viento que habitaba hasta hace unas horas en los desiertos de los mares del Cauro y en páramos desolados ha venido a perturbar el sueño de los habitantes del valle para saciar su hambre, y nuevamente desaparecerá en remotos páramos del oriente en donde le esperan sus guardianas lechuzas, no sin antes seguir sembrando la discordia para alimentar su estómago. Dicen en voz baja, entre sonrisas no sin cierto temor, que este viento es una mujer, negada por antiguas culturas patriarcales, que de vez en cuando se revela como un estandarte de lo femenino, y por eso incita a los hombres a la pelea, y al quebrantamiento y a las faltas si fuera menester.
Este céfiro es el único capaz de articular el impronunciable y oculto nombre de Dios, y por ello aparece en los días más calurosos del verano, como ya se ha dicho. Este vendaval de días trae en su frío una mezcla de sexualidad y erotismo desbordante y atrayente, totalmente a la vez peligroso, como así lo demuestra al rodear a los hombres con sus fuertes ráfagas como una amazona que oprime con sus muslos al caballo, como unan sirena que con sus canciones los empuja al abismo de la perdición. Es un viento femenino libre que no necesita someterse a nadie.
Es como un demonio hembra, es el espíritu del viento.
«Entre sus raíces, la serpiente» «que no conoce reposo»
había situado su nido;
en su copa, el pájaro de la Tempestad,
había colocado su cría;
en el centro Lillake construyó su casa.
(…)
Gilgamesh se quita de su talle su armadura,
Cuyo peso es de cincuenta minas.
(…)
Gilgamesh empuñó su hacha en la mano,
(hacha) que pesaba siete talentos y siete minas,
y entre las raíces del árbol golpeó
a la serpiente «que no conoce reposo»;
y en su copa el pájaro de la Tempestad
le robó su pequeñuelo, teniendo que huir
el pájaro a la montaña.
Gilgamesh destruyó la casa de Lillake
Y dispersó sus escombros.
Cortó el árbol por las raíces, golpeó su copa,
Y luego las gentes de la ciudad vinieron a cortarla.
Entregó el tronco a la brillante Inanna
Para hacerse un lecho,
(Gilgamesh) con las raíces fabricó un pukku y con la copa un mikku.
(Versos de la Tablilla XII)
K bonito el saber escribir así las palabras parecen k vuelan ..y facilidad…muy bonito así es en gallur sus noches y sus fríos..enhorabuena
ANTONIO
Muchas gracias Teresa, por tu entusiasta lectura. Palabras como las tuyas son parte del alimento de quienes nos dedicamos a escribir.
Te invito a que sigas leyéndome y también a que sigas enviando tus críticas en un sentido o en otro que siempre serán bien recibidas.
Muchas gracias de nuevo y saludos.