Allí estaba él, rígido sobre el camastro de paja, muerto y sucio de barro.
Sentí como un puñetazo en el estómago, y todo se apelmazó en mi cuello y en la cabeza. Me flaquearon las piernas y a punto estuve de caer al suelo. Uno de los presentes me cogió sosteniéndome mientras absorto contemplaba el cuerpo inerte.
Me explicaba alguien, a quien no veía, las causas en las que se había producido el accidente que le había traído la muerte. Yo era incapaz de reaccionar, ni un grito, ni una lágrima. Algo luchaba por reventar desde dentro de mí, pero no podía porque en mi fuero interno era incapaz de aceptar aquella muerte. Era imposible, del todo imposible y absolutamente. No podía ser.
Ya después en silencio me fui escurriendo de los brazos de mi convecino y busqué acomodo en el suelo, junto a la cabecera del camastro y comencé a dejar correr las lágrimas en silencio, que actuaron en mí como un bálsamo.
Las buenas mujeres llegaban con sus telas, y sus jarras de agua para lavar el cadáver, que aún conservaba el color del buro y del mallacán de esta tierra dura. Tierra que después de todo le acogió desde muy joven, con peor o mejor fortuna.
Tras haber lavado las mujeres el cadáver de Francisco, al haberme apartado previamente, me quedé de pié en la única habitación de la casa. En un rincón el fuego del hogar estaba apagado, sólo cenizas frías y el caldero negro colgando del cremallo, tan negro como el desconsuelo que se había apoderado de mí.
Los murmullos de la gente, y las primeras palmadas en la espalda de los hombres allí presentes, me hicieron de nuevo romper en un llanto amargo y silencioso. Lloré escondiéndome, sin poderlo evitar.
Perdí la noción del tiempo, y en un momento entre el ir y venir de los vecinos, me rodearon dos compañeros de correrías, serios y cabizbajos anunciándome, que el padre de Pascual, Juan, el que vive al lado de las Casas del Concejo también estaba muerto, y un amigo más de los dos, José.
Me encogí de hombros estremeciéndome, y asentí con la cabeza por respuesta.
Los hombres que me rodeaban al marchar me ofrecían su palabra y su ayuda, sin la menor garantía seguramente de cumplir con su ofrecimiento, no por ruindad, sino mas bien por su impotencia para poder desempeñarlo cuando en sus casas faltaba aún el alimento necesario para los suyos.
Los años eran difíciles, hacía dos se había pasado mucho hambre, no tanto como en el cincuenta y el cincuenta y dos que decían los viejos, e incluso a mi padre se lo oí contar.
Pobre padre mío, que había creído en la vejez que con este trabajo podría pasar mientras su cuerpo aguantara, y esperar con menos sufrimientos el fin de sus días, aun sin saber seguro si yo estaría a su lado. Ese trabajo en la construcción del Canal Imperial de Aragón, era de esperar que duraría tanto tiempo, que si las cosas venían bien, no le hubiese faltado ningún jornal, para alimentar nuestra pobre despensa.
Cuanto más miraba a mi padre, a la gente allí presente, y a todo lo que nos rodeaba, más grande era el sentimiento de impotencia que me recorría de arriba abajo y más se me saltaban las lágrimas por sentir que formaba parte de algo, de un espectáculo, o que sé yo de que teatro irreal e insospechable, que nos recogía a todos en esa tragedia, injustamente.
Ya había anochecido, cuando un murmullo que venía de las irregulares calles en donde desde hacía rato aullaba algún perro, dejó paso al cura, al que yo siempre veía remotamente, es más solía cambiar de calle, cuando lo divisaba de lejos, para evitar la posibilidad de cruzarme con él. Rezó unas letanías por lo bajo, como en un murmullo sordo y ronco, mientras los concurrentes se arrodillaban. Yo permanecí de pie, y al acabar se dirigió a mi y me habló en algunos términos que no pude entender, habló del dolor de sentirse lejos de la patria, de ramas rotas a merced del viento, del dolor de la lejanía y de otros sentimientos profundos.
Se fue casi sin darme cuenta, tras posar su mano derecha en mi hombro y dejándome rodeado de su aliento a vino mientras yo miraba sin ver. Le abrió paso respetuosamente la congregación de vecinos, que se cerró tras él. Me asombró que al parecer lo conociera tan bien, o al menos que hubiese venido a visitar la casa, pues mi padre no era de los que precisamente se asomara mucho por la iglesia.
Allí quedé sentado en el suelo, con la cabeza entre las rodillas, llorando en silencio, las conversaciones de los asistentes me resbalaban, y mis dos amigos se sentaron a mi lado en silencio.
La noche se había cerrado definitivamente y ninguna estrella lucía en el cielo, los ruidos de algún carro tardío y los cascos de los caballos, alguna voz de alguien que llama a cualquiera muy lejano y nada más.
La oscuridad nos envolvía de modo y manera que a duras penas podíamos vernos los unos a los otros; un hombre encendió el fuego en el hogar y una mujer puso aceite en el candil. Me senté mientras que algún alma caritativa trajo algo de comida y vino pero no probé bocado, el llanto había dejado paso a una especie de paz amarga.