La tarde se hizo más hostil y más oscura, amenazaba la tormenta por el oeste y por el norte. Sobre los montes cercanos, relámpagos salvajes abrían cicatrices en el cielo nuboso y adusto.
El tren parecía cansado, se movía de un modo desesperante, lento y como a empujones. Se diría que tenía miedo de la tormenta que se anunciaba por su frente y que, además, pretendía no despertar el furor de los rayos de la sierra al norte, que se presentaba como decorado a los viajeros si miraban por las ventanillas de la derecha.
A pesar de que la oscuridad comenzaba a envolverlo todo, no se encendían las luces del vagón y los rostros tristes y macilentos de los pasajeros, no expresaban otra cosa que el cansancio.
Nadie protestó ni levanto la voz por encima del ruido del rodar del acero, contra el acero. Los relámpagos, cada vez más cercanos, iluminaban de vez en cuando las ventanillas y herían con un fulgor ácido los ojos de quienes en ese momento atendían absortos a la representación de la tormenta, que se escenificaba sobre las tierras resecas de la sierra cercana.
Al poco, tras el lento caminar que el tren llevaba desde hacía un buen trecho, paró definitivamente entre un chirriar de frenos y entrechocar de topes. Estaban en medio de ninguna parte, los campos que se extendían a derecha e izquierda de la vía estaban en barbecho, todos estaban así desde hacía casi un año y medio, tanto como el tiempo que llevaban sufriendo aquella guerra que nadie se explicaba ahora por qué comenzó y nadie sabía tampoco por qué no terminaba. Las caras y los vestidos de los pasajeros eran tristes y oscuros como la guerra, ropas hambrientas de color, trajes enmascarados por el luto y el gris que adjudicaban de una manera inclemente y rigurosa la tristeza feroz de los tiempos tan duros que les estaba tocando vivir.
Pasó al poco por entre las filas de los bancos de madera, el interventor avisando:
—Hemos parado por los aviones. Parece que están bombardeando la vía —dijo cariacontecido—. Mientras se alejaba hacia delante con su aviso, algunos viajeros comentaban alarmados la noticia, otros guardaban un silencio resignado, otros callaban mientras que en sus gargantas se agarraba la sequedad y el temor.
El tren parado en medio de aquella extensión, las luces apagadas, parecía una serpiente muerta en un camino. Los truenos apagaban cualquier rumor lejano, únicamente de unos kilómetros más adelante, sobre el fondo de árboles oscuros, llegaba un ruido imaginado de explosiones que iluminaban débilmente el fondo gris de la tormenta del oeste.
Los matarían, pensó, vendrían a por ellos, los matarían de la misma manera que aquella mañana habían matado a su hijo, tan sin sentido.
—No pases, no le busques. No está. Esta mañana se han llevado a muchos al paredón del manicomio —le había dicho el guardia de la puerta.
Recordaba ahora esas palabras, las llevaba escuchando todo el día como un martilleo constante. Cuando las escuchó, le fallaron las piernas y se cayó al suelo sin fuerzas. El mismo guardia la ayudó a levantarse y ya desde entonces había estado todo el día llorando en silencio, bebiéndose de vez en cuando las lágrimas. Ahora volvía a recordarlas en medio del estrecho sendero de cenizas apisonadas. Llegaba hasta ella el olor de la tierra mojada por las tormentas que venían acercándose, caminaba sin saber a dónde iba.
Había sido de las primeras personas en bajarse del tren, otras la siguieron, temerosas de que los aviones llegasen hasta allí y después, tomaron distintas direcciones por los campos. Dos o tres siluetas le seguían no muy lejos.
Comenzó a llover, primero un granizo menudo e hiriente, después en medio del desamparo reanudó la lluvia su fuerza. Buscaba una cabaña para guarecerse, aunque no le importaba demasiado mojarse o que le cayera un rayo, cuando un ruido ensordecedor de motores al principio tenue y lejano, después cercano y poderoso, sobrevoló su cabeza escupiendo trazas de fuego en la oscuridad. Lo escuchó elevarse y a continuación la onda de una explosión le hizo tambalearse. A su espalda una horrorosa deflagración había reventado la parte delantera del tren, dejando los campos iluminados como un infierno.