La gente había pasado el golfo que, como boca oscura, servía de pórtico de entrada a las tierras orientales; la escuadrilla de cazadores inuit formada por una docena de kayaks, se internó resueltamente en las primeras angosturas del canal que les anunciaba Nunavut, la tierra que era suya, la que había sido su hogar desde hacía más de cuatro mil años. Seguían siempre el mismo rumbo, de suroeste a nordeste. Podría ser aquel el último verano buscando las tierras frías de Ukkusiksalik a donde subían los caribús a pastar la jugosa hierba fresca y efímera, y tras ellos los inuit, «la gente» como se nombraban a sí mismos.
Cuando llegaron a una espaciosa ensenada, sobre cuya mansa superficie refulgían los últimos hielos, entre los que emergían algunos islotes, supieron que estaban en la bahía en cuyo punto les debían aguardar aquellos quienes se adelantaron por tierra al final de la primavera, siguiendo a las manadas de rumiantes, tan necesarios para su dieta y subsistencia.
En este punto la naturaleza de aquellas costas atormentadas y modeladas por los hielos, no cambiaba mucho de aspecto, en relación al del lugar de donde procedían y en donde les aguardaban las mujeres y los niños.
Hasta allí, el paisaje que se había presentado a su vista, bordeando la costa, era triste y pobre. Extensas playas de cantos rodados y arenas negras batidas por vientos desusadamente fríos para la época. Colinas de poca altura tapizadas con una miserable y rala vegetación herbácea. Desiertos de rocas áridas y peladas, y sobre sus cabezas un cielo limpio y seco, y a sus costados el monótono batir de sus palas sobre la tranquila superficie marina.
Era todo lo que habían visto durante la primera parte de su viaje. Desde que pasaron la angostura, el paisaje había cambiado como por arte de magia. Montañas más altas a lo lejos, con cimas cubiertas por nieves perpetuas, y cerca de la orilla suelos regados por lluvias más frecuentes, presumían de una vegetación más rica en líquenes y hierbas. Los jóvenes cazadores espoleados por los relatos de los más viejos, ansiaban ver y tocar los árboles escondidos de Ukkusiksalik, el chamán les había asegurado que si se hacían con un trozo de corteza de aquellos árboles, la caza les seria propicia y abundante. El cambio de paisaje había provocado que cundiera el buen humor entre los viajeros que acababan de pasar varios meses en las empobrecidas regiones de la costa del suroeste.
Desde la pequeña bahía en la que habían pisado la orilla de tierra negra y helada de aquellas latitudes, la costa cambiaba violentamente de dirección, dirigiéndose en línea recta hacia el sur. Era el lugar de encuentro acordado con los que habían hecho el viaje por tierra.
En este punto sacando los kayaks del agua, los reunieron al amparo de una gran roca, amarrándolos a la misma y prepararon el resto de la impedimenta para hacer el viaje por tierra mientras esperaban a quienes deberían estar allí con un buen fuego de campamento y una acogida cordial. Contrariamente a lo esperado y deseado, el silencio más profundo entre la tierra y el cielo reinaba a su alrededor. Bromeaban los más jóvenes dándose golpes en la espalda y provocándose unos a otros mediante carreras, era su manera de explayarse tras las últimas agotadoras horas de remo sin variar de posición en el fondo de la estrecha embarcación. Mientras se alejaban en sus carreras, los mayores dialogaban preguntándose a qué obedecería el que no estuvieran allí sus compañeros, o al menos alguno de ellos o alguna señal, pero al poco de andar playa arriba y abajo, hallaron un trineo limpiamente partido en dos, sin astillarse, sin ninguna señal de herramienta que pudiera haberlo hecho, sin ningún rastro de material, perfecta y escrupulosamente cortado en dos, con unos cortes se podría decir limpios y pulidos, en medio de lo que parecía la bifurcación de dos caminos no señalados e inesperados.
Innisaq como jefe de la expedición que era, y sobretodo porque era el mayor, mandó llamar a los jóvenes que se habían alejado. Cuando estuvieron todos reunidos les expuso su preocupación ya que había descubierto que entre los dos trozos del trineo se encontraba una bolsita de piel de foca limpiamente cortada en dos con puntas de arpón en su interior, también cortadas en dos y afirmó categórica y claramente que estaba manufacturada en su aldea. Un temor supersticioso comenzó a apoderarse de los hombres al conocer la noticia.
Innisaq que había venido al mundo gracias a los espíritus del fuego extendió sobre ellos la mirada consiguiendo con esta acción infundirles ánimo y valor, y a continuación mandó que la mitad de los hombres, entre los que designó como jefe a Akku, siguieran desde aquella bifurcación hacia el oriente, mientras que él con el resto de los hombres lo haría hacia el occidente. Las dos divisiones quedaron en reunirse en el punto en que se separaban esas dos sendas, antes de que el sol se ocultara por segunda vez.
Akku era algo más joven que Innisaq, pero era un hombre muy capaz, nacido en el norte durante una expedición a la caza de caribús. Su madre que había sido una experta sanadora, participaba en la misma y porque en aquellos años en que la tribu era más pequeña, se hacía el desplazamiento estacional a la caza del verano, de todas las familias enteras a las regiones interiores de Ukkusiksalik.
La precaución de Innisaq le iba a acarrear una de sus mayores dificultades.
Innisaq, recorrió la prolongación de la senda hacia el occidente observando que la misma tomaba una dirección hacia el noroeste y continuó el tiempo justo que estimaba para regresar antes de la segunda puesta de sol cuando divisaron en aquel último día las siluetas de seis hombres que se acercaban a ellos desde la lejanía, chapoteando errantes al parecer por entre el fango de las profundas charcas que el deshielo había provocado. Con la esperanzada seguridad de que serían sus compañeros, salieron a su encuentro, y al recibirlos alegremente y después de los primeros abrazos, descubrieron con estupor que eran ellos mismos. Al principio optaron por huir, pero al poco se enzarzaron en una lucha a muerte que acabó con la desaparición, literalmente hablando, de aquellos dobles encontrados. Entre los seis que quedaron cundió la desconfianza y el recelo al no saber entre ellos quien era el real o si era el otro. En medio de discusiones y perdido el juicio vagaron cada uno por su lado a lo largo y ancho de la extensísima tundra que antecede a Ukkusiksalik.
La partida de Akku que exploraba hacia oriente había avanzado menos en su reconocimiento, por lo que cuando decidió dar media vuelta ya sabía que no llegaría al punto de encuentro antes de la segunda puesta de sol acordada. Así al tercer día de su exploración una vez llegado a la bifurcación no halló a Innisaq en el punto de reunión.
Por desgracia no llegaría, mientras tanto Akku decidió dejar una señal de su regreso y posterior partida hacia los lugares de caza. Cuando volvió días después al lugar en que debían reunirse todos y no hallarse allí Innisaq, temiendo que hubiera muerto en el reconocimiento junto con los otros hombres, aún esperó unos días, tras los cuales, temerosos de que los hielos con la cercanía del invierno pudieran cerrar la angostura de salida a la mar libre, partieron con las escasas piezas de caza cobradas y llevándose todos los kayak se alejaron de aquellos lugares con el corazón entristecido.
Sólo después de algunos días, cuando había desaparecido toda esperanza de regresar, halló Innisaq a sus compañeros, muertos en el punto de bifurcación, al lado del trineo partido. Resolvió entonces, sabedor además de que su muerte estaba cercana, poner señales en algunos puntos de la costa y dejó una bolsa de piel de foca sujeta con piedras, con una carta que indicaba el camino que iba a tomar hacia el sur para que pudiera seguirle al menos su destino.
Desde aquel verano, la gente ya no vuelve a los territorios de caza de Nunavut, y en el cabo que se forma desde la pequeña bahía, en la que la costa cambia violentamente de dirección, dirigiéndose en línea recta hacia el sur, descansa congelada y azotada por los vientos heladores la hierática y erguida figura de Innisaq.