Soplaba fuerte el viento. Ya había amanecido así, y ahora, en la quietud de la noche, sin trabas, campaba a sus anchas, más rey aún, azotando los montones de cebada en la era, martirizando los papelillos y jirones de desechos de industrias humanas atrapados entre las espinas de las aliagas o de los cardos. Los ratones se aventuraban hacia el grano y algún conejo huidizo. A unos metros más allá, el camino apisonado de tierra blanquecina despertaba en polvaredas a la luz de la luna. Las luces del pueblo cercano y algún coche trasnochador, que pasaba fugazmente por la vecina carretera, seguramente hacia su descanso o quién sabe si con angustia, hacia algún fatigoso propósito, era todo cuanto la rodeaba. Las hojas de las acacias siseaban con el viento, raquíticas, de troncos sucios y polvorientos, siempre soñando con el agua, y en la cuneta olvidada, rebosante de hierba y hojas secas, quién sabe que mundo de animalillos e insectos se estremeció al sentir el vibrar del suelo, al aproximarse con un pitido el tren de medianoche, nostálgico, sin saber a dónde va, como todos los trenes en la noche. El silo detrás de la era, guardián amenazador, parecía cernirse constantemente desde su altura, pero asomando su frente hacia el Levante, deseoso tal vez de acabar con el azote del viento en su espalda alta, esperando al sol.
Ya no llegaría aquella noche. Llevaba más de una hora sentada dentro del coche, mirando de enfado y de preocupación a la vez por aquella especie de plantón que a fin de cuentas se había buscado ella misma. Aplastó el enésimo cigarrillo en el cenicero ya lleno y miró hacia el exterior viendo su cara reflejada en el cristal contra la noche. Sus ojos vagabundearon cansados sobre el rostro reflejado. El de hacía veinte minutos había sido el último tren. Lo había despedido sin mirar cómo se alejaba, buscando con la mirada por el final del andén, por si él hubiese querido gastarle una broma siendo el último pasajero en bajar, y así tener la estación vacía para los dos, abrazándose y besándose a salvo de cualquier mirada, con sólo las farolas y las vías como mudos testigos. Pero no había encontrado sino algún “hola” de conocidos que apresuradamente descendían del tren hacia la salida principal, mientras con la barbilla levantada miraba a contracorriente humana, tropezando con algunos de los recién llegados.
La cena, pensó, ya estaría fría, sin amor caliente; la mesa puesta, con toda la ilusión esperando escondida entre el brillo de las copas de cristal ahora apagadas en la casa sola. Esperaba tanto su llegada que tal vez se había apresurado con los preparativos.
Encendió la luz del espejo retrovisor y se miró al fondo de los ojos preguntándose. Se alisó una ceja. Casi le había desaparecido el carmín de los labios: había huido en las boquillas de los cigarrillos y en la espera. Apagó. ¿Qué hacer? ¿En realidad le había dicho por teléfono que vendría hoy? Ya a esa hora dudaba de lo que había oído, o si era su deseo lo que había creído oír. Llamar por teléfono ¿a dónde? ¿A quién? Y en todo caso, ¿qué diría? Que él no había llegado. Mire usted, todos los días acaban sin que alguien llegue a donde se dirigía. Muy duro, pensó, ¡Cómo le iba nadie a dar esa contestación!
Se asustó, saliendo de pronto de su ensimismamiento a los golpes en el cristal de la ventanilla de su derecha. No lo había visto venir, evidentemente. Pensó: el guardia. ¿Que qué hacía allí? Esperar, contestó enfadada, con alguien tenía que descargar. Le daba igual que no hubiese más trenes, nadie le podía prohibir que estuviese allí. Se marchó el guardia y salió del coche; el viento le revolvía el cabello, la luna estaba bastante alta, llena; por un momento se sintió compañera de ella, las dos estaban igual de solas. Se metió al coche cerrando tras de sí la puerta, nunca se cerraba bien al primer tirón, pensó, un segundo tirón y cerró suspirando otra vez en aquel mundo pequeño sin saber qué hacer.
La casa estaría muy sola ahora, sin los chicos. Le daba miedo el hacerse a la idea de tener que pasar la noche allí, aunque estaban los vecinos. Pero ¿de qué servían? Le recorrió un escalofrío al pensar en la quietud de los muebles y el silencio y casi decidió que no volvería esa noche a casa, para no encontrarse la mesa puesta y vacía. Por otra parte ya se le había pasado el hambre. Aunque podría pintar, hacía dos días que la tela le esperaba sobre el caballete, pero su miedo o su aprensión iban siendo más fuertes que su primera decisión de haber vuelto a casa.
Y con él ¿qué iba a hacer con él que no había llegado? Mejor aún. ¿qué hacía ella sin su presencia, ¿qué hacía con el plan que había preparado para los dos en aquella noche?
Volvió a preocuparse con un fatal pensamiento, aunque no era su estilo, e intentó razonar y buscar alguna excusa a su no comparecencia en aquella noche. Trató de ser real, y la cordura y su buen juicio trabajaron por ella y supo que no le había pasado nada malo. !Ya sabes que yo tengo algo de bruja», le decía ella algunas veces. Y era cierto: su intuición o su precognoscimiento solían fallar muy pocas veces. Bueno, lo de bruja se lo decía en tono familiar, coloquial, como una brujita buena.
Sí, seguramente creía recordar que le había dicho que en principio iba a ir hoy, pero que no había al final podido ser. Por otro lado, le había oído como muy lejos, y parecía darle a entender que le llamaba desde una cabina telefónica en una calle con mucho tráfico.
«Un beso muy fuerte», eran las últimas palabras que le oyó. Seguro que a él también le habrían oído fuera de la cabina.
Sus labios se despegaron en un gesto de beso muy tierno al vacío y abrió los ojos poco a poco. Todo su cuerpo se estremeció. Permaneció un rato quieta y decidió ir a casa de su madre. Le había llevado a los chicos aquel atardecer y ahora ya haría rato que dormían.
Puso en marcha el motor y partió. Cuando las luces de gálibo rojas de su coche fueron sólo un punto cuesta abajo, quedó la noche definitivamente sola, sin nadie que se preocupara ni por hacer crujir la gravilla blanca del camino de la estación.
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