La noche era oscura, perfecta para el vigilante. La luna estaba en fase creciente, aunque tardaría en salir, lo que garantizaba unas cuantas horas de observación del cielo profundo. Por otra parte, la neblina del atardecer que bajaba del norte se había enseñoreado del horizonte, difuminando el valle y creando una atmósfera melancólica. La puesta del sol, alumbrando entre altas nubes, había hecho el resto al teñir, con un resplandor mortecino y sangriento, las capas exteriores de la atmósfera hasta bien entrada la noche de aquel verano inestable.
Horas más tarde había un cielo de fondo contaminado por las luminarias lejanas de los pueblos de alrededor, que se entremezclaba diluyéndose en la neblina persistente de la postrera tarde, haciendo por añadidura imposible, la prospección del profundo espacio negro hasta mucho más arriba del horizonte visible, e impidiendo la observación, de las constelaciones más cercanas al mismo. Solo muy arriba destellaba débilmente la Polar, incansable guía y antemural de entrada al firmamento, persistente referencia en las noches complicadas en las que la aventura de redescubrir aquellas lejanas estrellas, que ya denominaron caldeos y árabes, se convertía en un ejercicio de paciencia y amor constante. Solo la Polar, junto con «Kochab» y «Pherkad» guiaban a cualquier vigilante de las constelaciones del norte, para reencontrar a continuación a «Dubhe», la estrella α de la Osa Mayor, y más allá hacia el oeste a «Capella», brillantísima en la constelación del Auriga. Pero aquella noche no, aquella noche estaba resultando complicada cualquier labor para encontrar a tan distinguidas amigas.
A duras penas e incoherentemente, por lo de la contaminación atmosférica, se adivinaba sobre el horizonte hacia el nordeste a «Cebalrai», o al menos allí debería estar, pero tampoco tendría por qué verse. Era extraño, extraño incluso su brillo y su ligerísimo temblor, que semejaba al reverbero de la luz reflejándose en una superficie bruñida. Parecía a veces el flamear provocado por el correr de una levísima brisa.
El vigilante siguió ajustando el telescopio, alineándolo ahora con Vega y buscando en una tercera alineación después a Urano, recién salido en el horizonte, por encima de la alta y persistente neblina. Buscaba Schedar en Casiopea o necesitaba encontrar también la brillante «Alderamin» en Cefeo, pero a ninguna encontraba. La noche se calló de pronto, o al menos eso le pareció: el canto de los grillos había desaparecido, estaba seguro de que unos minutos atrás en el tiempo se escuchaban alegremente en medio de la oscuridad que le circundaba. Solo se oía el tenue rumor de las hojas en los árboles cercanos, movidas por la brisa.
Se giró para constatar que sus amigos seguían allí, al borde del inicio de la parte alta del prado, en donde habían montado aquella tarde la tienda de campaña. Se contorneaban sus siluetas sentadas sobre la hierba al lado de la puerta. Proyectaban alargadas sombras sobre el oscuro de la foresta hablando en voz baja, alumbradas por el cariño de un farol de gas, alrededor del que revoloteaba una nube de mosquitos y efímeras. Él se había retirado unos cincuenta metros a fin de que la fría luz del fanal no le molestara demasiado en su observación.
Al volver la vista hacia el objetivo del telescopio, creyó advertir con el rabillo del ojo un destello, un parpadeo del nordeste. Repasaba con mirada experta aquella zona del cielo sin encontrar nada de relevancia, solo aparecía con impertinencia casi insultante aquella estrella que debían ser Cebalrai o «Rasalhague», en «Ofiuco», pero era imposible que no pudiera distinguir las otras estrellas de esta constelación, y sí sus estrellas α y β.
Brilló un destello de nuevo sorprendiéndole y casi aulló para advertir a sus amigos, que no llegaron a percibir su asombro a cincuenta metros en la oscuridad. Dirigió el telescopio hacia aquella región del cielo nocturno, ajustando la lente en silencio, zumbándole la sangre sordamente en los oídos. Tras unos minutos de espera, se acabó su paciencia sin percibir dentro del campo del visor nada más que el destello normal de frío sidéreo y lejano, que le llegaba a través de distancias de años luz. Permaneció largos minutos mirando directamente y observando de vez en cuando a través del objetivo sin apreciar nada anormal.
Se encaminó cansado hacia la tertulia de sus amigos, dejando atrás el punto de observación. La hierba alta del prado ya había empezado a cosechar gotas tempranas de rocío. A su paso, grillos cantarines saltaban asustados y las arañas de los prados, de largas patas, corrían entre la fresca oscuridad huyendo de la amenaza de sus pisadas.
Durante largo rato permanecieron sentados conversando. Cuando la noche comenzaba a avisar de que la temperatura había experimentado un cambio a la baja, la luna anunció su presencia, con un femenino resplandor. Su salida se hacía evidente, poco a poco, sobre las montañas del este. En aquella altura, sus primeros rayos rasantes sobre el prado iluminaron un sendero de destellos de gotas, semejantes a una alfombra sobre la que se propusiera caminar.
Era hora de comenzar a recoger y prepararse para dormir. El telescopio estaba con una leve película de humedad cuando la estrella de Ofiuco se cayó repentinamente a una velocidad inusitada. De la misma manera inusual y sin previa deceleración, paró. Esta vez el grito sí fue escuchado y atendido con rapidez por sus dos amigos, que corrieron hacia él.
Tras unos minutos eternos, la supuesta estrella comenzó a vagar errabunda en la oscuridad. Arriba, a la derecha, arriba, a la izquierda, abajo, abajo otra vez, arriba a la izquierda… paró. Largo tiempo quieta, los ojos del vigilante y los de sus amigos continuaban fijos en el fenómeno. El ruido lejano de un avión altísimo les esperanzó: algo iba a pasar; pero pasó el ruido alto y solitario, y unos instantes después se perdió en la distancia y la estrella no se movió. Decididos a meterse en la tienda a pasar la noche, ya casi estaban desentendidos del acontecimiento cuando de la estrella comenzaron a desprenderse minúsculas luciérnagas, mientras que otras como salidas de la nada se incorporaban a ella. Sorprendidos nuevamente por esta actividad, al acabar el espectáculo, se elevó muy rápidamente y desapareció.
No tenía conciencia de qué hora debía de ser cuando despertó incómodo. La tienda recibía en su interior demasiada iluminación de la luna, un resplandor de luz que teñía el interior del azul de la lona que les protegía frente al mundo y sus asechanzas.
—La luz, la luz —decían en un susurro temeroso sus amigos. Se notaba un calor inusual, siendo noche muy avanzada.
—No os preocupéis, es la Luna, dormid.
Pero el resplandor continuaba. No se escuchaba a los alegres grillos en el exterior y ni la brisa que había paseado toda la noche entre las ramas haciéndolas sonar se atrevía ahora a despertar. Tampoco el canto del búho se dejaba oír en lo profundo del bosque.
—La luz, la luz.
Nadie dormía ni tampoco hablaban: permanecían acostados sin saber qué hacer ni qué decir. Cerrando los ojos para no ver, para no querer saber, sin casi no saber qué preguntarse, con un temor a no se sabía qué.
—La luz, la luz, la luz.
—¡Callad con la luz! —se levantó decididamente haciendo sonar, como dentro de una caja de cartón, el cierre de cremallera de la tienda, que descorrió con violencia hacia abajo.
Asomándose tímidamente al exterior con la cabeza hacia el suelo, llegó a ver la luna muy alta a su derecha, y al lado del doble techo de la tienda, el hacha que brillaba como si fuera de plata bruñida. El prado estaba iluminado por una potentísima luz que llegaba de su espalda, pero lo alumbraba todo sin sombras, concediendo a los árboles cercanos un resplandor que los bañaba de tal manera que hacía evidentes hasta sus arrugas más ocultas, e incluso las miríadas de trébol y de hierbas del prado quedaban iluminadas todas y una a una a la vez. Un silencio total le atenazó el ánimo y no se atrevió más que a cerrar la tienda.
—Es la luna, dormid.
Se despertaron con el día avanzado. El sol ya estaba alto. Se miraron sin decir nada largo rato, con un gusto raro en la boca y una sensación en las sienes como de resaca. Nadie hizo ningún comentario, nadie supo cuándo se había dormido, solo les quedaba la vaga y oculta sensación de haber estado quién sabe dónde sin saber cuánto tiempo. Y la hoja del hacha como un imán.
Me alegra Lindsey, sobremanera, que quieras compartir este sitio web con tus amistades.
Te agradezco que hayas leído con gran interés el artículo y que seas feliz de nuevo después de vencer en tu batalla contra el peso.
¡Felicidades!