Sopla un viento ligero del sureste y a la vez va trayendo en sus alas bancos de nubes grises, algunas amenazadoras; sobre la superficie del mar abrigada por los recovecos y profundas ensenadas que las montañas se dejan esculpir, riza levemente la superficie color de plomo; alguna que otra barca mas o menos lejana, fondea mientras carga la esperanza de los pescadores. Algún rayo de sol al rasgar las nubes brilla como la plata sobre el agua y el siseo del viento se mezcla con el profundo murmullo de las olas chocando con la arena y las rocas. Hacia el noroeste se zambulle en el océano la parte mas occidental de la pequeña península que sostiene a la aldea, y acoge al pequeño puerto; los acantilados del norte, dura coraza, soportan el embate del mar abierto y profundo.
En la fría mañana atemperada por el cálido sureste brillan, a través del hueco de la puerta abierta hacia el sur, las llamas del hogar de la garita de guardia, fundada sobre el promontorio de la Punta de los Prados. Una columna de humo gris se desdibuja en la chimenea.
El vigía de ojos grises y acuosos de tanto escudriñar el océano, siente como una punzada en el muñón de lo que fue su brazo izquierdo y maldice el dolor viejo y lacerante mientras que escupe una blasfemia que le deja en la boca un gusto raro a hambre y humedad; graznan algunas gaviotas mañaneras buscando su comida, que no hallarán, entre la garita y las rocas al pié del acantilado. Hace años que desde el accidente, por el que perdió el brazo, ya no sirve para salir a la mar, ahora es el vigía en la temporada del paso de ballenas.
El año está siendo duro, los sueldos de hambre, las malas cosechas de tierra adentro, la epidemia de cólera, y el frío que se ha hecho sentir este último invierno, no traen mas que una primavera de necesidad extrema. Inmerso en estos negros pensamientos otea el horizonte, desde el cabo del oeste al del este; en el hogar borbotea un puchero de nabos, y por las ventanas aspilleradas se cuela la húmeda gelidez que sube desde el pie del abismo.
A una media milla de la salida del humilde puerto, que da cierta categoría a la aldea, fondea con la caldera encendida y a punto para una partida, el descastado cascarón de escasas quince varas de eslora, falto de pintura y casi de recursos; lleva en la proa un viejo cañón mecánico de bronce de dudosa procedencia noruega, de un aún más antiguo ballenero que lo llevó con gloria y eficacia en campañas más prósperas y venturosas; la escasa tripulación revisa una vez más la cabullería y las herramientas con ojos y manos impacientes, con deseos que se les van hacia el horizonte dispuestos a acabar de una vez con sus esperanza, o preparados para volver con el trofeo que les salvará por lo que queda de año; miran nerviosos hacia la garita del monte esperando el aviso del manco, y también de vez en cuando hacia el varadero de las ballenas en la costa de enfrente como promediando lo que será su regreso.
El viento amontona las olas hacia el horizonte, que de ligero sureste de tierra adentro, rola al oeste descomponiendo la superficie en penachos de espuma que dibujan el mapa de los agrestes colmillos de la cordillera submarina que une los dos cabos; colmillos que parecen anhelar alguna presa, más hambrientos aun que los marineros que esperan con profunda mirada el grito de su compañero.
Es tanto el nuevo e inesperado reflejo momentáneo de plata sobre el mar que provoca un nuevo rayo, que asemeja más al rojo blanco de un acero; tanto daño hace en los ojos que cuesta mirarlo, es como un buen augurio y de nuevo vuelven la vista hacia la garita.
Entre rumor y rumor del agua, solo se escucha un ancho largo y vacío silencio sobre la superficie, cuando de repente entre un tremolar de alborozada lona de color rojo sucio, agitada por el único brazo del manco, se escuchan en la lejanía sobre el fondo del cielo gris, los ininteligibles gritos anunciando la esperada aparición a dos cuartas al noroeste, corretea por el prado, salta grita y gesticula temeroso de no haber sido entendido, pero ya desde el barco han abierto todas las válvulas para que la fuerza del vapor empuje a toda máquina hacia adelante.
El patrón fija el rumbo hacia el norte para cortar el paso a su esperanza aunque aún no la vea. Como un perro al que han estado reteniendo mediante la cadena, al ser soltado, salta igual sobre la primera ola con el brío de todos sus acumulados caballos mecánicos el voluntarioso cascarón; todas las miradas se afilan además de las caras, como lobos buscando el olor de la presa; en un breve espacio de tiempo el barco ha ido ganado hacia la vuelta de la península, ahora comienza a quedar la garita del monte a estribor mientras que la fuerza del mar abierto y las corrientes hacen derivar el barco hacia la costa de nuevo, entre maldiciones pierden fuerza y rumbo mientras que el maquinista y sus ayudantes palean como desesperados una mezcla de carbón y leña para alimentar la caldera, que casi siempre a punto de estallar, no lo consigue, pues es tal la cantidad de pérdidas de vapor por juntas ineficientes y válvulas desgastadas, que el viejo barco va reduciendo poco a poco su velocidad; se oye ahora el latido de su viejo corazón rebotando en la profundidad del lecho arenoso como un golpe, si antiguamente poderoso, hoy achacoso; el humo de su chimenea se lanza asmático al aire. La tripulación entera empuja con el corazón ansiando que la madera que los lleva corra más que sus deseos; empieza a recibir por babor golpes de agua, que suenan a veces al estallar contra el casco como descargas de fusilería, la proa cabalga sobre las nuevas olas del través y se hunde, emerge y se hunde, emerge y se hunde, emerge y se hunde… En una de aquellas subidas coinciden con el resoplido lejano que se condensa en el fresco aire de la mañana, bate la poderosa cola desgarrando como un destello negro sobre las ondas antes de hundirse como a una milla de distancia; el rugido de alegría del arponero conmociona a sus compañeros y señalando a un punto, el patrón vira una cuarta a estribor.
Desde arriba en el prado que rodea la garita, el manco sigue atento al discurso del barco y sus apuros para ganar aguas más profundas, y se alegra al comprobar el júbilo lejano de sus compañeros en la cubierta, no sin un punto de envidiosa nostalgia de aquellos tiempos en los que él fue ese arponero que en otra aciaga mañana, el cabo enredado del arpón le seccionó el brazo desgarradoramente.
La velocidad del animal es más rápida que la deriva del cascarón, estima el patrón un punto de encuentro mas alejado hacia el este, del que había aventurado en un principio, dando comienzo a la caza; el animal sigue su rumbo sin al parecer prestar demasiada atención al latido bronco que le llega desde algún punto cercano a la costa; los ha oído si, pero no los ha visto.
El mar de fondo que empiezan a acusar barre la cubierta de vez en cuando como un escobón compuesto de pasto marino y algas rojas, también los pensamientos del patrón en los que esta vez también se había sumergido brevemente y preguntándose una vez más qué hacia allí; tras la muerte de su padre había recibido como herencia el barco que ahora patroneaba, y no sólo gracias a la herencia sino también gracias a su oficio, que utilizó en reparar el casco, de carpintero de ribera que hubo de abandonar al hacerse cargo de todo, incluso de las deudas, después vino el acuerdo con la compañía de Vizcaya, y ahora cazaba para ellos por un tanto previamente acordado, en cuyo montante se incluían a su costa todos los gastos, el trato no era ventajoso para él, pero no le había quedado otro remedio, pues de algún modo no quería dejar huérfanos de patrón a los marineros de su padre.
Prorrumpen en una nueva alegría desde la cubierta al comprobar que junto a la primera ballena, como a la distancia de un cable, viaja otro animal, pero la elección se hará después, tras unos minutos durante los que no pierden de vista a las presas, tras subir del seno de una ola, comprueban que se han sumergido, pasa un larguísimo intervalo de tiempo angustiosamente y vuelven a aparecer, esta vez sólo una y más cerca de la costa se diría, la otra sigue de oeste a este impasible.
Convencido definitivamente de que no podría ganarse la vida como aprendiz en el taller de un maestro velero, convencido de que estaba asistiendo a los últimos días de la navegación a vela, había cambiado las lonas por su especial capacidad para aprender, y sus deseos de prosperar, razón por la que por primera vez se encontraba de jefe maquinista, sin ningún subordinado, en aquella aventura que más posibilidades de irse a pique tenía, de que le pudiera dar tiempo a hacerse con aquella cafetera, porque no era otra cosa a la que confiaban su aventura de conseguir una buena caza.
Se apresta el arponero en su puesto con el sueste, agarrándose con fuerza a la manilla del cañón y amarrado mediante un cabo a un punto fijo del barco, comprobando una vez más que está preparada la granada explosiva del arpón; cabalga en la proa escupiendo agua hacia las amuras y a no mas de siete nudos que proporcionan los escasos y renqueantes veinte caballos de la máquina. Otro rayo de sol destella hiriéndole los ojos mientras brilla sobre el lomo gris y huidizo de la ballena que navega delante, alejada aún, muy lejos de su alcance y por consiguiente de sus probabilidades; tendrán que acercarse como mínimo a un cable y no fallar, acertar al primer disparo pues solo artillan un cañón, y quiera Dios que sea eficaz y que la traigan pronto al costado con el torno, y que el compresor funcione a tiempo para llenarla de aire y que no se hunda, y que la amarren bien, y que no lleguen muchos marrajos, y que entren con luz de día la varadero, y que…
Atento a la persecución a pesar de ello su mente divagaba a través de los más insignificantes detalles, y ahora vuelve en sí azotado por un turbión de algas y agua que le traen a la realidad.
Le grita la tripulación estupefacta tras comprobar que allí en la proa, el arponero se ha debido dormir, o le ha dado algo.
_ ¡Dispara por tus muertos. Cojones…!
Se pierden los gritos en el fragor de la persecución, y en la fuerza del oleaje que desde hace un rato les empuja de popa.
Con un chasquido parte veloz el arpón al encuentro de su diana y silba el cable en la guía con un chillido penetrante, instantes después se clava certeramente en el lomo del animal y poco antes de sumergirse explota la granada ahondándolo más y destrozando los blandos tejidos entre una marea de sangre; herida de muerte la ballena arrastra su dolor hacia el fondo cercano, no más allá de cable y medio, sueltan soga y fuerzan más si cabe, la máquina; ahora el animal intenta huir hacia mar más abierto y profundo, y el patrón temeroso de cruzar por entre los colmillos sumergidos en una loca carrera, decide mantener su rumbo hacia el nordeste sin cruzarlos a lo loco si no con tiento, dando y quitando para que el animal no escape, que cansado al fin de tirar y necesitado de aire sale a la superficie; silba un segundo arpón que acierta en su costado provocando una nueva sangría llenando las olas de un nuevo dolor esta vez de muerte, sobre las que revolotean las gaviotas, y en las que comienzan a rebullir los primeros pequeños marrajos de la costa, despreciables y oportunistas que han seguido el rastro hasta mar a dentro.
Les ha sorprendido la noche a mas de veinte millas de la costa una vez amarrada a su costado, el viento en vez de amainar, sopla con fuerza levantando una marejada que aconseja soltar la presa so pena de irse al fondo, pero es tan necesaria la victoria y la creencia en que no deberán de sufrir más necesidad por este año, que al fin tres horas después avistan las candelas del varadero, les esperan, les esperan mientras que van señalando un camino de sangre y sacrificio sobre las olas, que seguirá marcando irremediablemente otra mañana y a otras gentes.