Después de un profundo suspiro, el oficiante subió el tono de la voz para coger carrerilla, y en ese momento parecía que iba a terminar la salmodia que habían estado desgranando sus labios en la semi-penumbra del templo. Ya era la hora de la tarde en que los pájaros se iban a sus nidos.
Uno de los velones titilaba débilmente, arrojando sombras contrahechas sobre los grutescos y ornamentación del retablo que se elevaba sobre el ara del sacrificio, arrancando de entre las imágenes de los santos y los arcángeles, la sensación de como si cobraran vida por momentos. Allá un reflejo del dorado de una túnica, más arriba el reverbero de una espada, blandida por un arcángel que miraba con gesto adusto a los escasos fieles unos metros más abajo. Fieles, o simples bultos de ropas oscuras, recogidos en el silencio de la larga nave central, en la que dormían las filas de bancos carcomidos.
El sacerdote inició con más ahínco una nueva cantinela, a la que los congregados contestaban con un sordo susurro de ininteligibles palabras, todas con el mismo ritmo y con el mismo fin e intención de miles de años. Sobre ellos la oscura y alta bóveda se estremecía en la penumbra de un vacío frío, atravesada de antiguos olores de viejo incienso, mezclados con el renegrido de los humos de la cera de las velas, que otro tiempo iluminaban en abundancia aquel templo, hoy casi a oscuras.
A los pies de la nave se elevaban negras, de una madera estofada y batida por el tiempo, las puertas de acceso al templo, a través de las que se colaba hacia el interior, una gélida y mínima corriente de aire frío del otoño. Por su cara exterior presentaban un aire amenazador, tachonadas de clavos de cabezas romas, en otro tiempo puntiagudas, contra las que se daban de bruces en los tiempos de las guerras de religión los enemigos de esta confesión. Eran estas, unas puertas erizadas como el collar ancho y fuerte, erizado de puntas de hierro, que preserva a los mastines de las mordeduras de los lobos. Eran o fueron, pues, las puertas, el mastín que defendió a las ovejas de la parroquia del ataque de los lobos de Lutero. Entre los chaperones de madera que unían sus peanas, entre los parteluces de la gruesa tablazón y los rodapiés del plinto, se abigarraban a oscuras y en extraña mezcolanza, imágenes talladas en bajorrelieve del juicio final, de las penas del infierno, de horribles demonios, además de desgarradoras escenas del sufrimiento de los condenados. Todas pretendían anunciar a los fieles, lo que les esperaba a aquellos que estuvieran fuera de la iglesia o perseveraran en el pecado.
Se constreñía el relato del oficiante, entre las gruesas columnas que se perdían en la oscuridad indescifrable de la bóveda y un espacio vacío entre estas y el núcleo central. Bajo este vacío se congregaban los escasos asistentes, que se apiñaban cerca del altar. Su cantinela hacía estremecer los talantes más decididos, era como si más allá de la breve luz que se atrevía a destellar, como un lejano faro en la tormenta, no pudiera haber salvación.
Se palpaba el temor hacia las tinieblas exteriores que habían entrado en el templo, aprovechando los últimos y mortecinos rayos del débil sol que anunciaban el cercano invierno.
El acólito hizo sonar una campanilla que despertó conciencias y ojos somnolientos de los asistentes, quienes, mecánicamente, se hincaron de rodillas entre un susurro de ropas de abrigo y el vaho de las respiraciones que se condensaban en el frío de la nave central. Siguió un prolongado silencio que solo rompía de vez en cuando el crepitar de alguna impureza de las velas al arder, un silencio tan profundo que permitía escuchar el zumbar de la sangre por las arterias de los congregados. Se diría que durante los minutos de meditación u oración escondida, se había detenido el tiempo en un instante, como suspendido y pendiente de algún acontecimiento misterioso o extraordinario a punto de revelarse.
Las cabezas contritas, clavada la barbilla sobre el pecho, arrodillados y sumisos, permanecieron un tiempo que parecía no tener fin. Murmuraba susurros entre dientes el oficiante para sí, con los brazos y las manos extendidas en señal de ofrenda. Una vez que hubo terminado después de un breve espacio de tiempo, volvió el acólito a hacer sonar la cristalina voz de la campanilla, a cuya señal se levantaron todos de su humillada posición, entre breves suspiros y vuelta a rozar de ropas pesadas de invierno.
Las naves laterales, también sumidas en la casi total oscuridad, recibían proyectada la figura iluminada de los arcos de medio punto, junto con la de las columnas que soportaban la alta bóveda de cañón. En los altares laterales de estas, se amontonaba el polvo de años y los ajados libros descansaban sobre los facistoles, un sueño de siglos. Ininteligibles caracteres adornaban sus lomos roídos por los ratones. Los retablos enmarcaban desconocidas escenas y oscuros óleos de ermitaños o anacoretas de vida contemplativa, en actitud interrogante hacia la calavera que siempre estaba presente ante ellos para recordarles la muerte.
En el silencio y la oscuridad que pronto iban a llegar totalmente, nada más que hubiera terminado el oficiante su liturgia y los fieles hubiesen abandonado la nave central, entre arrastrar de pasos y genuflexiones en silencio. Tras el preciso instante del cerrado de fallebas y corrido de los cerrojos de las grandes puertas, entre chirridos de goznes y hierros. Al instante preciso que tras el movimiento del apagavelas del sacristán, quedase sumido definitivamente en la tiniebla todo el templo, se obraría el angustioso misterio.
Se decía muy de tarde en tarde, en las largas veladas del invierno, para espantar a las viejas e inquietar a los niños, que algunas de las oscuras imágenes de los cuadros, cobraban vida y despertando de su incómoda postura, recorrían las naves y caminaban en silenciosa procesión desde sus sitiales, congregándose todas en la cripta para concitar a los beatos y nobles enterrados allí desde hacía siglos, para que una vez reunidos en concilio dirigirse todos en procesión hasta las sillerías del coro, entonando un mudo y silencioso canto, que helaba la sangre en las venas a quien pudiera no escucharlo aún estando presente, abocándole únicamente a un inimaginable abismo en el que se sumía junto con todas las perfidias del mundo, para nunca más volver.
Ya en el exterior, desaparecidos los escasos habitantes del pueblo hacia sus casas por las oscuras callejas, alumbradas por exiguos faroles, el viajero sintió en sus espaldas el frío y erizado roce de la clavazón de las grandes puertas cerradas definitivamente. Una ráfaga de fría brisa que se arrastraba trayendo el eco de las cercanas nieves de la montaña, que se adivinaban gracias a la luna menguante semi-oculta por las nubes, le invitaron a caminar con prisa para alejarse de aquel inhóspito lugar en busca de una posada, en donde le pudieran recibir con cena y cama.
El sonido de sus pasos por las estrechas calles, que se multiplicaba en medio del silencio, le fue acompañando mientras que se ocultaban las luces tras espesas cortinas con rapidez o temor. Fueron escuchándose a su paso en los portales de las casas, las cerraduras con doble llave y las cadenas del miedo. Al dejar el pueblo atrás, débilmente iluminado, respiró con tranquilidad al contemplarlo desde lo alto de la colina antes de darle definitivamente la espalda para no volver más.
No dejo de sorprenderme y admirar tus escritos, gracias por enviármelos y que sigas cultivando esta afición
Abrazos de tu prima más prima