El suave rumor del río baja lamiendo las orillas, dibujando leves rizos alrededor de las sutiles, casi etéreas, ramas de los sauces que inclinan sus cuellos de cisne para beber la fresca corriente. Se detiene esta y se rezaga con las brozas ligeras que entre los juncos y los carrizos forman nidos para los patos y otras aves acuáticas, acunando huecos de silencio y reposo en medio de la umbrosa seguridad vegetal de la ribera.
Aguas arriba el puente de piedra sillar, contra cuyos tajamares se parte el pecho la clara y cantarina liquidez, rompe en risas la corriente y forma remolinos con transparentes burbujas incoloras.
Va cayendo la tarde y la hierba larga del soto, entre los álamos, se mece al peine de una suave brisa que trae el olor del secano y del monte cercano, lleno de polvo y de légamo de las tierras que anuncian la cosecha del cercano verano.
En el intervalo entre la vega sombreada y fresca del río y el espejeo del sol sobre las eras y las extensiones de cereal inmaduro, se alzan como una frontera los farallones y cortados de conglomerado, en los que el río, en su incansable correr de eras y eras, ha esculpido una profunda hoz, dulcificándola en sus pies con sus regalos de arcilla. Arcilla que sujeta la vida y alimenta las dehesas.
De vez en cuando se advierte a ras del agua, un suave aroma como de hierbaluisa y menta, que se mezcla con las recién llegadas noticias que el río trae de la lejana sierra, contando su aventura de despeñaderos, susurrando la frescura umbrosa de bosque y breves remansos de descanso, por donde espejea el agua adivinando a su través, los huidizos lomos de las truchas.
Sisea el vuelo de los ánades que se posan aguas abajo sobre la superficie perfecta del agua, arrancando una fulgurante estela plateada, que al instante deviene en un momento de calma y paz sobre el rincón entre los juncos. Por encima de los altos álamos, se entrevé el rojizo de las arcillas que pintan los conglomerados ceñudos de la hoz. Fronteros gigantes entre este oasis y la alta estepa, por la que corre a sus anchas el viento del sur, que desde hace un rato mece los árboles lejanos, que se asoman como buscando el agua, en un equilibrio desesperado para no precipitarse al vacío, que se arriesgan gracias a la fortaleza de sus raíces, que se aferran a un mar de piedras, entre las que viven las más humildes y espartanas hierbas que dan casa y comida a los saltamontes y a los pajarillos que viven sobre las alturas del río.
Cuando la tarde ya ha caído y se ha ido apagando la algarabía de los pájaros, cuando incluso se ha callado el viento y sobre el agua, mansa y taciturna ahora, se refleja como en un espejo perfecto la cara de la luna, cuando ya ha bajado a calmar su sed el zorro, cuando las aves nocturnas se han subido de cacería a la estepa abierta. Un murmullo comienza a abrirse paso en los oídos, es como un leve arrastrar de guijarros apenas perceptible, indefinido, sin situación, que a menudo desaparece amortiguado entre la foresta.
El ojo atento busca entre la oscura masa boscosa y sus claros, una razón que explique la causa, sin encontrar donde reposar la mirada exaltada. A veces, más claramente conforme ha ido pasando el tiempo, parecen adivinarse risas cantarinas cortas que trae la noche. ¿O serán ecos lejanos, de la ciudad al otro lado del monte, que la bóveda oscura del cielo se encarga de reverberar en un eco imposible hasta el río?
Pasa el tiempo en lenta fuga y más perceptiblemente ahora, se escuchan palabras ocultas e inconexas, nuevas risas y murmullos festivos y agudos, como una marea suave que va subiendo poco a poco, cada vez más cercana, más inminente.
Sin previo aviso y temblorosamente, por la ladera boscosa entre los claroscuros, fosforece como una blanca procesión, apareciendo unas veces y desapareciendo otras, jugueteando entre los árboles, columpiándose entre las ramas bajas con una alegría inocente y contenida a duras penas, perdiéndose de nuevo y adivinando su deambular por las risas ahora perfectamente audibles.
A dos tiros de piedra aparece en la vega, sobre la blanda hierba, tapizada de gotas iluminadas por el astro de la noche como pequeños diamantes, la alegre y blanca procesión de las vírgenes esclavas, que oran y trabajan en medio de la más estricta clausura del alto convento, entre las piedras oculto, aherrojado de siglos, de sillares y de celdas frías, en las que languidecen durante el invierno sin ninguna pertenencia. Son las esclavas de un dios al que consagran su vida, sin más conocimiento del mundo exterior, que el de lo que aprecian en esta noche equinoccial de la joven primavera.
Como repetidas Venus renacen del agua, metidas y resacadas en la blanda corriente en esta oscuridad, que será la única hasta la próxima primera noche cuando vuelva a nacer la primavera. Tejen diademas de nardos y de lirios que ciñen sus cabezas. Despojadas de los blancos tocados, de los blancos hábitos, acarician el agua y a unas palmadas de advertencia regresan a la orilla. Siguiendo a continuación un rito oculto, solo conocido por las iniciadas, estas advierten a las novicias y al unísono en medio del silencio nocturno, desnudas, arrodilladas y tiritando de frío, entonan una letanía con fervor y recogimiento extremo.
Tras un largo e incontable silencio durante el que meditan con los brazos en cruz y se flagelan con manojos de juncos arrancados en la orilla. Sin previo aviso de la primera iniciada y posteriormente a continuación, todas, sin concierto antepuesto y en silencio, sin que de sus labios salga ni una sola queja y únicamente cuando estiman en su fuero interno haber alcanzado una paz profunda, reconfortante y duradera, solamente cuando han expiado sus faltas, cuando se encuentran en armonía con su dios, solo entonces reinician la misma procesión, esta vez en recogido silencio sin extraviarse ninguna una vez acabada la ceremonia. Así comienzan a subir las escarpadas sendas que les devuelven al monasterio, dejando la noche vacía y huérfana de misterio.