El incendio y la cuesta
En la cuesta muda y serena a esa hora indefinida entre el final de la tarde y el anochecer de uno de los primeros días de la primavera, cuando la luz declina rápidamente, cuando el silencio absoluto se adueña del momento, honda, profunda y a la vez íntimamente. En ese momento y no en otro, el serpenteo del camino se pierde hacia arriba, como buscando la luz que, entre las oscuras nubes, apenas consigue traspasar e iluminar las copas de los árboles que, mucho más arriba, se asoman al poniente y hasta la claridad vespertina que declina.
En dirección al fondo del estrecho valle, a la espalda del caminante, las tinieblas se apoderan rápidamente de los viejos olmos y encinas, que asemejan a veces agónicos lamentos de ramas entre las sombras, como si quisieran huir o agarrarse a su última esperanza para salir de allí acompañando al viajero hacia la luz, hacia un alargar de la vida. De improviso, en medio del mutismo antes anunciado, se deja oír el golpe de algún fruto cauteloso, seco y casi sordo que viene de la tenebrosidad del fondo del camino allá abajo, que se traba con un escalofrío en la espalda del transeúnte, que se agarra a su ropa invisiblemente.
El desconocimiento azuza la imaginación y mientras el vello se eriza en su nuca, vuelve la cabeza con los ojos muy abiertos buscando no se sabe qué, no se sabe cuál respuesta a lo ignorado que ha sonado en el fondo oscuro que va dejando atrás.
Paralizado por momentos que pueden parecer una eternidad, mientras escruta con los sentidos la espesura cada vez más sombría de donde juzga que ha llegado el sordo eco, escucha el fluir de la sangre alocada por sus venas y comienza una retirada cautelosa de espaldas a la cuesta sin perder de vista el fondo.
Poco tiempo después, riéndose para sí, recupera el ritmo y la postura normal, caminando hacia adelante, sumergiéndose en sus pensamientos, gozando de los últimos clarores que conforme alcanza altura se van divisando más anaranjados hacia el oeste que aún no llega a vislumbrar. Pero inesperadamente pronto vuelven a resonar a su espalda uno y otros golpes sordos, a veces crepitantes, y dos, y tres, más allá, repetidos. Sin volver el rostro, la cara dura y disuelta en el silencio de la cuesta ante sí, es tanta la piedra en la rampa del camino interminable que no se atreve a descubrir, por demasiado miedo, la causa de su desasosiego mientras el sudor perla su frente con la palidez igualada al reseco de su boca.
Arriba, arriba, está la salvación, y vuelve a correr trastabillando de vez en cuando o resbalando en los guijarros sueltos. Al poco tiempo, desde el alcor, con la respiración estremecida, contempla las pavorosas lenguas de fuego que, entre retorcidos torbellinos crepitantes, cuando alcanzan determinados grupos de árboles y breñas, avanzan desde el este hacia el fondo del angosto valle, sumido hasta hace bien poco en la paz y el silencio casi de ermitaño.