La casa, una pequeña casa algo alejada de la ciudad, se reproducía en su memoria de nuevo según se iba acercando al final del viaje. La recordaba soleada y siempre un tanto escondida de las miradas indiscretas del camino, con una fachada principal pintada de blanco. En la planta baja se abrían, además de la puerta de entrada, otra de cochera y dos ventanas entre medias. Contorneando la planta de arriba se repartían cuatro ventanas y un balcón. Junto a estas características, en una de las esquinas crecía la hiedra que trepaba por dos paredes de la casa, dándole frescura y cobijo para los pájaros y para los avisperos, además de albergar a las salamanquesas que pasaban el invierno entre los tallos profundos y abrigados expuestos al sur.
Recordaba sus juegos de pequeño por los alrededores y en el bosque fluvial cercano. Los campos de labor rodeaban el prado en el que se situaba la vivienda de sus recuerdos.
Había pasado tanto tiempo. Demasiado tal vez, tanto, que ahora nadie parecía recordarle. Experimentaba la alegre y satisfactoria sensación de quien vuelve de un larguísimo viaje y torna a ver con los ojos del que marchó los paisajes amados de la niñez, los atardeceres, y las caras familiares que quedaron impresas en su memoria. Pero estas en vez de abrirle los brazos, le rechazaban como a un desconocido, haciéndole sentir que en su corazón crecía una cierta desilusión a la vez que la mordedura del frío y que paralelamente se revolvía en su interior el presentimiento de que ya no era de allí, y que todo esto unido, le venía embargando el ánimo.
Es verdad que un día se fue tras discutir con su padre, pero no fue en un arrebato de furia, no, aquel vaso de los días se derramaba a causa de cualquier movimiento, cualquier breve temblor sobre la mesa en la que se asentaba su complicada relación. Él, un rebelde, y el padre autoritario, como en un pedestal. Ambos consiguieron la rotura, la frialdad y el paso del tiempo. Así un día gris de otoño marchó lejos, tanto que no fijó el rumbo. Se fue a donde el destino le quisiera llevar y en todos estos años jamás había dado señales de vida. Ni una carta, ni una llamada de teléfono, ni un mínimo mensaje por tercera persona. Nadie le había visto cuando su familia preguntaba por él y así se acostumbraron a pensar que ya no existía. Pasaron muchos inviernos, muchos veranos, muchas estaciones que se perdieron en el olvido, y se convirtió en la persona a la que nadie recuerda.
Creyó que encontraría en sus viajes y andanzas lo que todos buscamos en la vida, pero al final, cansado, acuciado por la ruina económica, recordó el lejano hogar en el que en un tiempo fue niño feliz. Quiso volverse como el que había sido, pero ya no hubo lugar. Cuando entendió que la vida te lleva y te hace, decidió volver y desandar el camino que había hecho.
La casa estaba engullida por las hierbas y las zarzas, como su vida pasada. Destrozada por dentro, sin entender qué había pasado. Bueno, sí, sí que lo entendía, pero era tan arduo y pesado volver a reseguir el hilo de los días y de las decisiones tomadas y de los caminos errados, que volvió sobre sus pasos a la ciudad y cuando llegó al corazón de su viaje, buscando a los viejos amigos, nadie supo ya quién era, entonces volvió a partir una vez más hacia el horizonte.