Aprovechando la oscuridad
Aprovechando la oscuridad de la noche, había inspeccionado furtivamente los carros y galeras estacionados en la plaza del mercado junto a la Torre del Reloj, encontrando donde se ubicaban los que al día siguiente partirían hacia la tierra de las vides, según se había enterado en una taberna entre jarra y jarra de vino, de boca de uno de los arrieros que servían en la expedición que como todos los años, subía una vez desde la Tierra Baja, para abastecer de vino a la ciudad y a toda su comarca.
El desertor un poco antes del amanecer se acomodó como pudo, de la manera mas oculta posible, entre los odres vacíos y toneles. La intención y ocasión, largamente acariciada y madurada por él, era primero desertar al bando contrario, y más adelante ya se vería, pues ya estaba harto de la disciplina militar, aunque bien sabía que en el otro lado encontraría más de lo mismo, pero esa nueva situación, si sabía aprovecharla bien, le daría alas y salvoconductos para llegar hasta el sur, y allí embarcarse en alguna de las naves que hacían la ruta comercial con las colonias de ultramar.
Se había quedado brevemente semidormido, cuando la frescura y primeros cantos de los gallos le despertaron levemente de su modorra, para volver a caer en la misma, hasta que por fin, los gritos de los arrieros y el uncir de las mulas a los varales de los carros al despuntar el sol, le despertaron definitivamente hasta que se inició la marcha y el traqueteo siguiente al callejear por las vías de la ciudad hasta la puerta de salida. La ruta que seguían las calles era el camino de peregrinos y era la única posible. No le quedaba mas que acogerse a la suerte de que ante los guardias responsables del portazgo, conocedores de la expedición a través de los años, ya sabían aquellos que los comerciantes del vino nunca solían sacar ninguna mercancía, puesto que su principal empresa era la de abastecer del apreciado líquido a la ciudad. Aún así y todo en el primer o segundo carro siempre solían transportar, de vuelta a modo de trajineros, mercancías del otro lado de la frontera, o lanas de los altos valles de la gran cordillera, u otras mercancías diversas, que les amortizaban con el producto de sus beneficios el largo viaje de vuelta que venía a durar, dependiendo del estado de los caminos, unos cinco días. Con este conocimiento, que el desertor también había adquirido la noche anterior, se había colocado en uno de los carros que evidentemente sabía que no llevaban carga de regreso al estar ocupados por, como se ha dicho antes, odres vacíos y toneles.
Con un ¡sóooo…! largo, paró la fila de carros ante la puerta de salida mientras que el sobrestante de los arrieros declaraba y pagaba al oficial del portazgo la cantidad establecida según las mercancías; esta operación duró un cierto tiempo que le incomodó manteniendo casi la respiración cuando alguno de los guardias de la puerta paseaba arriba y abajo de la reata de carros comprobando que efectivamente en esta ocasión sólo había mercancía que declarar en el primero. Calaban con sus largas bayonetas por entre los odres y los toneles, en previsión de encontrar algo anormal, pinchar digamos algo inusual. Resultaba divertido para los guardias para huir de su monotonía.
En medio de la oscuridad el desertor sintió brillar la luz en un breve destello, al filo de una de las armas que levantaba con cierto esfuerzo el haz de odres bajo los que se escondía.
La voz temerosa del sobrestante pidiendo a los guardias que no siguieran con su diversión, por el riesgo que conllevaba de pinchar alguna piel y hacerla inservible, paralizó de momento al que estuvo a punto de descubrirle.
—¡Una garrafa de vino para la guardia…! —Gritó con claridad el sobrestante en medio de la fresca mañana—
Acudieron los semidormidos vigilantes presurosos a la llamada.
Crujió poco después el acero de las llantas de las ruedas en la tierra y al principio en silencio, y alguna hora más tarde ya cerca de las primeras rampas que suben hacia el monasterio de San Juan, se avivaron las voces de los arrieros azuzando a las mulas y los bueyes para que redoblasen el esfuerzo continuado, lento pero poderoso hasta llegar a los puertos de encima del monasterio, donde se haría la primera parada para echar un trago comer algo y dar un descanso, un bocado de hierba, y abrevar a los animales.
Permanecia el desertor escondido y cansado por su incómoda posición, cuando escuchó el ruido de cascos de caballos que se acercaban. Un poco después prestando atención oyó una voz autoritaria, que conminaba al sobrestante y a toda la expedición a que le contestaran si habían visto a un hombre cuyas señas coincidían con él.
Instantáneamente y antes de que el que debía ser el oficial de la partida que habia salido en su busca terminara de hablar, escuchó como si una monstruosa bala de cañón rasgara el aire de una manera inaudita. Percibió desde la oscuridad de su escondite, absolutamente sordo, algo así como un destello luminoso que atravesó las gruesas capas del cuero que le cubría y a la vez una vibración del aire que le recordaba el olor durante las tormentas cuando en lo más tórrido del verano, descargaban rayos. Después el silencio. El silencio que se prolongaba minutos y minutos, después horas y horas.
Al final cuando ya no podía más, salió cautelosamente de su escondite.
Hombres y bestias yacían muertos en el suelo, la hierba desgajada, y arrancados los árboles que les rodeaban, sólo los carros inanimados permanecían intactos. Hacia el oeste el horizonte se teñía de rojo.