El cazador del frío en aquella noche volvía a manifestar su fuerza, a pesar de los ya largos meses invernales recorriendo las montañas. Sombras furtivas le acompañaban a lo largo de su correría, bajo la luz de la luna y el reverbero de esta sobre la nieve en los claros del bosque.
Los árboles cargados de nieve, ya helada desde hacía noches, mantenían incólumes el mutismo a su alrededor. Ni una ligera brisa rompía el silencio helado de cristal. Refulgía el hielo en las cresterías de las montañas, refulgían de hielo las pizarras, los granitos y los pinos negros revestidos de blanco. Refulgían como hieráticas y altivas guardianas que se asomaban constantemente sobre el estrecho valle, impidiéndole huir, condenándole durante meses a una prisión de escasez, penuria, y hambre. Solo el arroyo, que más adelante se hará río, conseguía huir mínimamente, callada y lentamente por entre las rocas, por debajo de su hielo, sin despertar sospechas ante tan sólidas carceleras de las alturas.
Las sendas permanecían solas, silenciadas por la nieve. Por entre las fisuras del subsuelo, de haber acercado el oído, se podría tal vez escuchar un sordo susurro apenas audible, extraño y desconocido, como el de una marea lejanísima de cantos rodados arrastrados por el océano en su ir y venir. Pero en este caso, solo del ir, del ir eterno, del hielo trabajando las rocas, descomponiéndolas, desgastándolas, empujándolas para siempre hacia el valle, como queriendo encerrarlo perennemente en el que debía ser el último y definitivo invierno, durante el que habría de llegar el fin irrevocable sin una esperada primavera.
Se advirtió en la quietud de la noche un rumor como de pisadas, que precedieron a un montañés. Al llegar en su penoso caminar, después de varias horas a través de la nieve, ante un angosto paso entre dos peñascos que triplicaban su altura, encontrándose indeciso, notó una sensación de miedo sin motivo aparente, que le hizo detenerse. Su razón, más poderosa que su instinto de conservación, le impelía a continuar, pero, por otra parte, el pánico paralizaba sus piernas haciendo mella en su corazón, por lo que decidió dar un rodeo en sus primeros pasos sin volver la espalda.
Venían a su mente imágenes, al bordear el cercano bosque, —a cuyo interior lanzaba miradas de respeto—, de noticias escuchadas al resguardo de la casa y al arrimo de la chimenea, que en aquella ocasión le parecían espeluznantes. Mientras tanto, ahora, un sexto sentido le seguía advirtiendo de que el cazador del frío le estaba acechando silencioso, tal vez ahora entre las sombras del bosque corriese calladamente en la semipenumbra, paralelo a él, con un jadeo mudo, la mirada fija en él, atento a cualquier movimiento, a cualquier decisión, a cualquier duda o cambio de dirección, esperando con una sonrisa maligna cualquier tropiezo, esperando con la certeza de que pronto sería suyo con un mínimo y sutil acecho. Por estas temerosas y calculadas razones de la sinrazón, decidió no adentrarse en la floresta.
Apretando su cayado de boj entre las ásperas manos se dio valor a sí mismo. Aceleró el paso a fin de ganar cuanto antes la salida del bosque y remontando el collado de su derecha, bajar hasta la aldea por el Ibón de las Doce. Serían unas dos horas más de camino, pero estaba seguro de haberse alejado así del peligro.
Avanzaba a grandes zancadas, conocedor del terreno que pisaba, aun a pesar del espeso manto de nieve que en ocasiones le hacía hundirse hasta la cintura, convirtiendo, por lo tanto, sus pasos en una penosa marcha.
Zigzagueaba bajando ya definitivamente desde el collado, con lo que se adentró en la sombra que la propia montaña arrojaba sobre su falda, sombra que incluso se extendía más allá de su base oscura, lejana, entre las copas de los abetos que ligeramente se adivinaban como un helado resplandor en el angosto valle. No supo si alegrarse de la anterior decisión que le había llevado a tomar aquel camino, o si de lamentarse.
Era la noche del solsticio invernal y pasar por el Ibón de las Doce, aunque todo fuesen cuentos de viejas, no dejaba de ser, en aquella circunstancia, una necesidad indeseada, una fatalidad que le obligaba a experimentar en sus propias carnes, qué de cierto o de irreal había en aquellos cuentos, y qué podía ocurrir.
Murmuraba entre dientes la decisión del grave riesgo que conllevaba el descenso de la ladera. Aproximadamente hacia la mitad se abría un pequeño valle, ––ocupado por el ibón–– colgado entre escarpadas paredes que se elevaban terminando en agujas heladas, por las que ni siquiera podía un hombre aventurarse a pasar. Incluso a veces hasta las cabras monteses llegaban a despeñarse durante el verano, cuando buscaban huir de las calores y se aventuraban a buscar los frescos pastos ultramontanos.
Ahora cada vez más cerca del ibón comenzaba a arrepentirse del camino elegido, no había ninguna posibilidad de desviarse a derecha o a izquierda, estaba metido en franca y oscura bajada, mientras sopesaba en su interior la posibilidad de afrontar al cazador del frío volviendo sobre sus pasos, antes que encontrarse frente a la «laina» del ibón.
El ibón era un lugar sagrado. Nadie escupía jamás en él, ni arrojaba piedras. A esas horas, en esa fecha del solsticio y a pesar del hielo y el frío, la «laina», ser fantástico que decían las viejas, se representaba bajo la forma de mujer, a quien se atribuían poderes mágicos y el don de adivinar el futuro, de la que decían que era muy hermosa, que ahora estaría en el fondo, en su gélida morada, esperando al primer caminante incauto para atraerlo cantando con su voz mágica, como las de las sirenas, para abrazarlo y engullirlo.
Lo sabía, sabía que no era tiempo de viajar por los sobrepuertos de montaña, que la desgracia acechaba cada vez más próxima en esta ocasión. Sintió un hálito del temor que se anunciaba desde el próximo ibón. Sobre la superficie era donde al sentir sus pasos, la laina aparecería recitando sus encantamientos que le harían caer en sus redes sin remedio y así desaparecer para siempre bajo las aguas negras
Al poco una leve sensación de amplitud, de espacio, recibida en la cara en medio de la fría penumbra, le indicó que se acercaba al ibón. Se detuvo en silencio perforando las sombras, y creyó distinguir una leve fosforescencia más abajo de donde se encontraba. A su espalda, muy arriba, la línea del collado se recortaba contra la luz de la luna. Estaba decidiendo retornar sobre sus pasos, cuando su corazón se congeló al escuchar el triste aullido del cazador del frío que le esperaba perfilando su silueta sobre un peñasco del collado.