Buscaban hambrientas
Buscaban las gaviotas el abrigo de las rocas, aún calientes por los rayos del sol, desaparecido más allá de la punta que cerraba la playa hacia el oeste, entre la bruma vespertina.
Comenzaban a acurrucarse entre los millones de reflejos del nácar de las conchas de almejas, mejillones, lapas y caracoles muertos, arrojados como en una fantástica y descomunal marea contra las rocas. Revoloteaban las últimas en busca de alguna caridad alrededor del mercante anclado en medio de la ensenada, que había encendido sus luces previniendo una noche larga sin poder entrar al puerto.
El creciente de la luna temprana llamaba cada vez más arriba, sobre la arena de la playa, con cada lamido de las olas. El océano poderoso y mayestático inclinaba la cabeza convirtiéndose en humilde barrendero, en chica de la limpieza, engulléndolo y lavándolo todo.
Su pensamiento fluyó con el ir y el venir del agua.
Millones de granos de arena rodaron escurriéndose entre los dedos de sus pies hacia el fondo para encenagar la base de la nueva ola, que venía levantando sus últimos destellos como de coral rojo. Puso la mente en blanco tratando de ubicar su cuerpo en un medio todavía casi extraño e incómodo. Decididamente, comenzó a oscurecer, volvió a cruzar la playa dando la espalda a la inmensidad que tiraba de él como una enorme puerta abierta, como la puerta jamás fabricada, irreal, inexistente, con su sonido profundo y largo balanceándose mientras que arriba, en el cielo, la cara amable de la luna vigilaba discretamente.