Cada uno de los soldados, la noche de la víspera del que se preveía aciago día, afilaba su lanza, y preparaba su escudo. Los corceles atados a las cuerdas tendidas en el prado, pateaban nerviosos barruntando la próxima batalla. Sirvientes corrían ligeros de un lado a otro de la multitud, medio desnudos, portadores de mensajes o de recados de unos jefes a otros, escasamente alumbrado su camino mediante las teas que aguantaban por encima de sus cabezas, ofreciendo un contraste dantesco al pasar cercanos a los fuegos de las hogueras en torno a las cuales, los soldados antes mencionados, afilaban o velaban las armas, envueltos en el sudor y en el insomnio de la noche veraniega de altas estrellas.
Quien más, quien menos se preparaba para la lucha en silencio, casi nadie conciliaba el sueño, y los menos, bromeaban alrededor de los fuegos, a veces mortecinos, solo por el placer necesario de ahuyentar su miedo y preocupación ante la inseguridad que les deparaba el mañana. Todos en definitiva querían permanecer despiertos a fin de no ver en sueños la horrible cara de los dioses de la guerra. Ni un breve descanso permitían a sus ojos, pensando en que al día siguiente podrían quedar vidriados y abiertos durante una eternidad tras haber servido de pasto a los buitres y las aves carroñeras.
A derecha e izquierda les cercaban dos lenguas de un mar desconocido para ellos. Mar que habían atravesado alegres, confiados y conscientes de su fuerza, su número y sus briosos caballos, en nombre de las tierras que habían sido arrebatadas a los padres de sus padres y que por esa razón, sagrada o no, les correspondía a ellos y solo a ellos recuperar.
No tenían ni un solo barco en el que escapar o darse la vuelta, la suerte ya estaba echada. Frente a ellos, entre el claror de la luna menguante, se perfilaba a lo lejos la masa oscura que como una barrera se cernía sobre las alejadas luciérnagas de lo que adivinaban el campamento enemigo, que más que campamento, se asemejaba a los fuegos de una gran ciudad, reverberando hacia el cielo oscuro. De vez en cuando, alejándose del bullicio y la alegría impostada de los más fanfarrones, el espíritu libre se dejaba vagar a ras de hierba o hasta los bordes oscuros del extenso campamento, en los que un escalofrío podía recorrer la piel y el pensamiento de quien se aventurase a contemplar aquel perfil de altas montañas, que un día los padres de sus padres atravesaron cuando su fuerza y vigor estaban intactos como al principio de los días y, conquistaron aquellas prometedoras y feraces tierras que hoy, ¡ay!, resultaban tan caras a la vista y tan inseguras de ganar.
Muchos, por no decir todos, iban a encontrar por vez primera al enemigo y sabían sin que nadie se lo dijera, que allí habrían de vencer o morir, no había otra elección. La fortuna o la desgracia, les había impuesto la necesidad de luchar a la vez que la recompensa de la posible victoria.
Los jefes les venían arengando días atrás con promesas tan grandes como las que los grandes hombres solicitaban a los inmortales y concluían con que serían premios tan desmedidos como para satisfacerlos y, que todo lo que los enemigos tenían ahora, todo lo que habían acumulado, pasaría a ser de su propiedad, incluso los actuales propietarios, pasarían a ser esclavos suyos. ¡Luchad, coged vuestras armas y ganad, con la ayuda de los dioses, semejante recompensa!
Así quedaron aquella noche larga en la que todos debían sentirse rodeados por compañeros elogiados como tales y revestidos de un valor y fortaleza inigualables, aunque en el fondo ninguno supiera nada del otro.