¿Qué habían hecho con sus canciones? Se preguntaba.
Le trajo a la realidad, además de constatar que el café estaba frío, el arrastrar de una silla en el apartamento de al lado. El mar había estado mientras tanto con su bramido de mareas vivas de enero, arrastrando las montañas irreciclables de desechos de actos inhumanos, importándole un comino, si es que al mar le pudiera importar algo, ¡que siga el mar!
¿Qué habían hecho con sus canciones? ¿Quién se las cambió? ¿Quién se encargó de descubrirle, mientras caminaba deslumbrado por el sendero, hacia una luz hermosa que fue muriendo conforme llegaba a ella, quién en definitiva le descubrió que era alimentada por una batería no recargable? ¿Quién se encargó de cambiar su canción? ¿Qué hicieron de sus tardes soleadas de la primavera, de su camino radical? ¿Qué hicieron de sus noches de verano bajo la luz de la luna y el «crí-crí» de los grillos?
Era como una pequeña herida molesta el hecho de rememorar tantos minutos atrás. Ser consciente de los años acumulados, darse cuenta de tanta tristeza por lo tirado insensatamente que ahora se quisiera recuperar. Reparar en el acto que habían sido algo no vivido, desaprovechado. Se enfrentaba a la necesidad vital de retener el tiempo perdido, ahora que parecía que quedaban pocos inviernos por delante, ahora que tenía la certeza fatal de que solo se podía huir hacia el futuro, tan cercano a la vez, pero sin adelantarlo y vivir. Vivir el presente y desplegar una actividad absoluta, en el ámbito de los sentimientos, de las ideas, de las palabras, de las acciones.
En la semi-penumbra de la habitación se estableció una corriente entre observador y observado. Flotando como en una semiinconsciencia, favorecida por el momento de calor y la circunstancia de la inmovilidad de ambos, en el silencio extraño de la ciudad, solo turbado por un delgado haz de rumores lejanos, antiguos, umbrosos, que llegaba hasta ellos sin que se dieran cuenta, intentó transmitirle en silencio a su nieto una idea primordial: Vivir, vivir. Ser uno mismo y forjar su vida día tras día, sin perder el tiempo para no sentir este dolor, casi angustia, que ahora le atenazaba allí, tumbado, agarrado a los brazos de la hamaca que lo envolvía, aferrándose a ellos como si se hallara al borde del vacío, ante un espacio negro. Le gritaba silenciosamente en su interior con la mente abierta, que viviese por sí mismo.
Cuando sintió como un bloqueo en el cerebro y una acelerada caída en la negrura que le erizaba el vello, luchando con sus menguadas fuerzas por regresar de aquella aterradora vacuidad, de aquella tenebrosidad infinita que solo servía para hacerle cada vez más patente su caída; al percibir que nada ocurría, comenzó a sentir emociones ajenas, perdidas, o no usadas, y se vio a sí mismo definitivamente en un clarear.
Aún no había salido el sol, pero los pájaros del soto en mágica algarabía comenzaron a saludar el nuevo día, despertándose alegres cuando cruzaba el puente antiguo.
Si todo salía como esperaba no notarían su ausencia hasta el anochecer, para esa hora ya estaría lejos, en el valle casi, y dos días después en la ciudad. Había elegido esa ruta a sabiendas de que si hubiese decidido hacer su huida por la sierra hacia el oeste, tarde o temprano los pastores hubiesen dado aviso de su paso, conocedores como eran de todos los refugios, sendas y vericuetos por los que necesariamente hubiese tenido que transitar, en rodeos más o menos grandes. La decisión estaba tomada, era más seguro caminar por el único lugar que no le buscarían. El camino hacia las sierras exteriores, por donde el río terminaba de romperse el pecho entre hoscos barrancos y verdes bosques, rápidos espumosos y cristalinos pozos. Todos saldrían a buscarle temiendo lo peor, subirían hacia la cabaña en el prado, donde guardaba el ganado imaginando ovejas muertas y alguna despeñada. Y él, sabe Dios dónde. Con su perro siguiendo al mismo oso que diezmó los rebaños el otoño pasado.
Al pie del último mallo, antes de iniciar la bajada de la cuesta del camino, se volvió hacia el pueblo cuando el horizonte comenzaba a teñirse de un color púrpura. Una lágrima luchó por salir de sus ojos. Permaneció un instante inmóvil, contemplando el caserío, guardando en su cerebro la querida imagen de la que debía huir. Una ligera brisa le sopló a la cara y se volvió a la vez que comenzaba a caminar, con la certeza de que esa era la última vez que vería su pueblo. Una sensación de desarraigo y de decisión inevitable le golpeó las sienes cuando con firmeza y a grandes zancadas se le escapaban rodando de entre sus pies, las piedras pendiente abajo, e intentaba no recordar nada, no pensar en nada, si acaso en poner tierra de por medio como si huyera muy deprisa, queriendo quemar etapas, o queriendo aprovechar los minutos no utilizados.
Estaba alto el sol cuando detuvo por un momento la marcha, había caminado mecánicamente unas veces mirando al frente, otras a las piedras del camino, sin reparar en las consecuencias de su decisión. Únicamente, con largo camino por delante, aguijoneado por la necesidad de proyectarse fuera de sí hacia aquel mundo que tenía enfrente, hacia unas miradas más amplias, su alma se sintió llena y triste un tanto a la vez por lo que dejaba atrás. No por ello dejó de poner en el platillo de la balanza todo lo que podía conseguir de allí en adelante.
Se sucedieron los días de lluvia sin cobijo, los días de frío y de calor, las noches, el hambre, los trabajos esporádicos para conseguir dinero, el hambre otra vez, las lágrimas, pero ya no podía volverse atrás. Lo habrían dado por muerto a esas alturas. Al fin, un buen día llegó al mar, punto final de toda la tierra reconocida por él, pisada, sudada, sufrida, trabajada.