La descripción que se transcribe más abajo, pertenece a la novela Eugenia Grandet escrita por Honoré de Balzac; Balzac es el máximo representante de la novela realista francesa del s.XIX. Un gran trabajador como lo demostró con tantas obras escritas y sobretodo con su gran obra la Comedia Humana. En todas sus novelas describe pormenorizadamente a la sociedad francesa de su tiempo, un ejemplo de la exhaustividad que lo caracterizó es la descripción que aporto y que no me parece aburrida, sino casi diría puntillosa, Balzac fue sin duda un meticuloso observador de la realidad.
“…Ahora podemos comenzar a comprender el valor de estas palabras: la casa del señor Grandet y lo que representaba aquel inmueble descolorido, frío, silencioso, situado en lo alto de la ciudad y abrigado por las ruinas de las murallas. Los dos pilares y el arco que formaban el hueco de la puerta habían sido construidos, como la propia casa, en toba, piedra caliza que abunda en las riberas del Loire, tan blanda que su duración media es de unos doscientos años. Las grietas numerosas y desiguales que habían abierto en ella las lluvias y los vientos daban al arco y a los jambajes de la puerta la apariencia de las piedras vermiculadas de la arquitectura francesa y un parecido con el pórtico de una prisión. Sobre la cimbra aparecía un largo bajo relieve esculpido en piedra dura que representaba las cuatro estaciones y cuyas figuras estaban gastadas y ennegrecidas. El bajo relieve estaba coronado por un plinto saliente, sobre el que crecía una vegetación sembrada por la casualidad: ortigas amarillas, corregüelas, convólvulos, llantén, y un pequeño cerezo ya bastante espigado. La puerta, de roble macizo, parda, reseca, resquebrajada por todas partes, estaba sólidamente sostenida por sus pernos que formaban dibujos simétricos. Ocupaba el centro de la puerta falsa una reja cuadrada, reducida, de barrotes espesos y rojos de herrumbre que servía, por decirlo así, de motivo a un picaporte que pendía de ella mediante un anillo, y golpeaba sobre la cabeza gesticulante de un gran clavo. Tal picaporte, de forma oblonga y del género que nuestros antepasados llamaban jaquemart, asemejaba un gran punto de admiración; examinándolo despacio, un anticuario habría llegado a descubrir vestigios de la figura esencialmente grotesca que representó en otro tiempo y que el uso prolongado había llegado a borrar. Por la rejilla destinada a reconocer a los amigos en tiempos de las guerras civiles, podían divisar los curiosos, en el fondo de un paisaje, abovedado, oscuro y verdoso, algunos escalones gastados por los que se llega a un jardín, cercado por muros recios, húmedos, llenos de rezumos y de matas de arbustos enfermizos. Eran éstos los muros de las fortificaciones, sobre las que se levantaban los jardines de algunas casas vecinas. En la planta baja de la casa, la pieza más importante era una sala cuya entrada se hallaba bajo la bóveda de la puerta cochera. Pocas personas conocen la importancia que tiene una sala en las pequeñas ciudades de Anjou, de Turena y de Beeri. La sala es a un tiempo, salón, gabinete, tocador, comedor; es el escenario de la vida doméstica, el hogar común; era allí donde, dos veces al año, iba el peluquero del barrio a cortarle el pelo al señor Grandet; allí donde eran recibidos los colonos, el cura, el subprefecto, el mozo del molino. Aquella sala, cuyas dos ventanas daban a la calle, estaba entarimada; cubierta de arriba abajo por paneles grises, con molduras antiguas; el techo estaba compuesto por vigas aparentes, también pintadas de gris, cuyos huecos estaban llenos de borra que se había tornado amarilla. Un viejo reloj de cobre, con incrustaciones de concha, adornaba el dintel de la chimenea construida en piedra blanca toscamente esculpida, sobre el cual había un espejo verdoso, cuyos lados cortados en bisel para mostrar su reciedumbre, reflejaban un hilillo de luz a lo largo de un tremó gótico de acero damasquinado. Las dos girandelas de cobre dorado que decoraban ambos extremos de la chimenea tenían dos fines; cuando se le quitaban las rosas que le servían de arandelas y cuya rama principal se adaptaba al pedestal de mármol azul adornado de cobre viejo, se obtenía un candelabro para los días ordinarios. Los sillones, de forma antigua, estaban cubiertos con tapices que representaban las fábulas de La Fontaine; pero había que saberlo para reconocer los temas, hasta tal punto los colores se habían desvanecido y las figuras acribilladas de zurcidos resultaban enigmáticas. Había en las cuatro esquinas de la sala, una especie de aparadores angulares, rematados por una repisa mugrienta. En la entreventana había una vieja mesa de juego toda en marquetería, con tablero de ajedrez. Encima de esta mesa había un barómetro ovalado, con orla negra, adornado con cintas de madera dorada, en que las moscas habían retozado con tal desenvoltura que el dorado no era más que un recuerdo. En la pared opuesta a la chimenea, aparecían dos retratos al pastel que pretendían representar al abuelo de la señora, Grandet, el viejo señor de la Bertellière, con uniforme de teniente de guardias francesas, y la difunta señora Gentillet, vestida de pastora. Las dos ventanas estaban adornadas con cortinas de seda de Toars roja, recogidas con cordones de seda rematados por borlas. Aquel lujoso decorado, tan poco en armonía con la manera de ser de Grandet, fue comprendido en la venta de la casa, así como el tremó, el reloj, el mueble tapizado y los aparadores en palo de rosa. Junto a la ventana más cercana a la puerta había una silla de enea cuyas patas estaban montadas sobre patines, a fin de que la señora Grandet alcanzase a ver la calle y los transeúntes. Un costurero de la madera de cerezo descolorido ocupaba el alféizar de la ventana y a su lado estaba el silloncito de Eugenia Grandet. En aquel sitio, transcurrían de quince años a esta parte los días de la madre y de la hija, de abril a noviembre. El primero de este mes, se trasladaban junto a la chimenea. Aquel día y no antes, permitía Grandet que se encendiese el fuego en la sala y lo mandaba apagar el 31 de marzo, sin preocuparse de los fríos de la primavera ni de los del otoño. Un braserillo alimentado con brasas procedentes de la cocina que la vieja Nanón, haciendo filigranas, sustraía a sus fogones, ayudaba a la señora y a la señorita Grandet a soportar las mañanas o las tardes excesivamente frescas de los meses de abril y de octubre. Madre e hija remendaban toda la ropa de la casa y se consagraban con tanta conciencia a aquella modesta labor que si Eugenia tenía ganas de bordar una gorguera para su madre, no tenía más remedio que quitar horas al sueño y engañar a su padre para tener luz. Hacía tiempo ya que el avaro distribuía las velas a su hija y a Nanón y lo mismo hacía con el pan y los artículos necesarios para el consumo diario…”