Hace unos días llamé por teléfono a una oficina de ITV (Inspección Técnica de Vehículos) con intención de solicitar cita para revisar un coche, algo normal esto de llamar, para así ahorrar tiempo a todos y ganar eficacia, de rebote se consigue que no haya aglomeraciones de personas, o filas interminables que se pueden convertir en campo abonado para el virus. Está bien eso.
El caso es que una vez establecida la comunicación te contesta un humano —algo es algo—, y te informa amablemente de que no pueden darte cita.
—Lo siento mucho, pero tendrá usted que acceder a nuestra página web, y allí buscar la oficina de su elección, “loguearse” a continuación, y ya introducir todos sus datos y los del vehículo —me dijo de carrerilla bien aprendida.
—Pero, ya que estamos —contestaba yo—, no podría usted darme ya la cita y…
—¡No, no, no, no! Lo siento mucho, tiene que hacerlo cada cliente a través de internet.
Me conformé y no dije nada más, ¿qué podría decir? ¿Qué no tengo internet? ¿Qué soy un analfabeto informático…? Me da la sensación de que se me hubiera ventilado con la mejor de sus fingidas sonrisas —yo la imaginaba, aún sin verla, la sonrisa digo—.
Dispuesto a pasar la revisión del coche, decidí buscar la dirección de la web, y una vez dentro ir buceando hasta encontrar el próximo sitio en el que debería pinchar —a partir de ese momento te das cuenta de que ya has empezado a trabajar gratis para esa empresa en cuyas tripas informáticas externas, te has metido a través de una amable invitación, es decir en un «servicio para los clientes».
Una vez que has conseguido “loguearte”, vienen los consiguientes consejos como, por ejemplo:
- “El nombre de usuario ya existe…”
- “Utilice más de ocho caracteres y menos de diez”
- “La contraseña es débil…”
- “Ha excedido el número de caracteres…”
- “La contraseña deberá de contener dos números al menos…”
Llegados a este extremo el usuario-cliente ya ha empezado a perder la paciencia, recordando a la amable voz que minutos antes le ha invitado a usar la web para auto-solicitar cita; seguramente si la voz era femenina, estará tranquilamente limándose las uñas, y si era masculina, estará mirando alguna tontería sin sentido por internet.
—“La contraseña no puede contener dos números seguidos…”
Una vez que uno ha conseguido pasar el primer filtro, ya hay que poner todos tus datos y todos los del vehículo, hasta llegar a una nueva ventana en la que tienes que pagar.
Pagar por haberle hecho el trabajo administrativo a la empresa, y además con adelanto, sin haber ido ni siquiera hasta la instalación en la que se supone te harán la revisión.
Como puede parecer normal, uno no tiene en ese momento la tarjeta de crédito a mano. En el transcurso de tiempo que ha pasado, cuando regresas a poner el número de la tarjeta, la sesión ya ha caducado —tampoco tienen paciencia, y eso que es para pagar—, y vuelta a empezar de nuevo y esta vez, con la consiguiente advertencia:
- “El nombre de usuario ya existe…”
Y si uno se descuida pueden salirle otras consignas como:
—“El abuelo fuma…”
—“La abuelita se ha hecho pis…”
Al final con tanta tontada uno decide no pagar
—“Ya pagaré allí…” Total ya tienen todos los datos.
Eso sí, recibes un correo electrónico con un número localizador confirmando que todo está bien y que ya puedes ir.
—¡Buenas, soy fulano, tengo esta cita y vengo a pagar!
—Me tendrá que traer los papeles del coche, de lo contrario
no podrá pasar la revisión.
—Pero si ya tenéis todos los datos.
—Es igual, pero tiene que traer los papeles y rellenar y comprobar todos los datos otra vez.
—¡Uf…!
En la Wikipedia: En economía, la reduflación es el proceso en que mercancías se reducen en tamaño o cantidad, mientras que sus precios siguen siendo los mismos o aumentan.
Lo narrado más arriba también es reduflación, y no solo existe en el bote de garbanzos, o en las latas de sardinillas, o en los quintos de cerveza, también aquí y en todos los servicios que usamos los ciudadanos día a día. ¡En fin…!