Todo había empezado porque los mastines que viajaban con la caravana, habían comenzado a ladrar a mitad de la cena y aunque los guardianes intentaron calmarlos, fue imposible. Salieron los dos animales a trote lento y pesado hacia la oscuridad, más allá del resplandor que propagaban las hogueras. Sus ladridos roncos y profundos se alejaron, pero al poco, se les volvió a adivinar entre la tiniebla de los árboles, cerca, muy cerca. Solo se les descubría a intervalos, pero al fin los vimos retrocediendo sin dejar de ladrar a algo que les empujaba y contra lo que no se decidían a saltar. Un horrible rugido surgió de una figura que se erguía alta y amenazadora sobre dos patas, como un hombre formidable, cuyos ojos brillaban en la oscuridad como brasas encendidas.
Corríamos todos asustados, como podíamos al estar atados por los tobillos.
Los servidores tomaron sus lanzas y espadas mientras cundía el temor entre todos los cautivos, que presos de tres en tres, teníamos dificultades para decidir a dónde ir.
Los mastines vociferaban sin perderle la cara al oso, pero se les veía temblar o de miedo o de la tensión del momento previo al enfrentamiento. A cada acercamiento de éstos, lanzaba el oso zarpazos al aire sin lograr herirles. La fiera en vez de retroceder pareció envalentonarse gruñendo con mayor potencia al ver que algunos hombres se le acercaban. Con sus rugidos parecía querer advertirles de que no se atrevieran a ocupar su espacio.
Los hombres dudaron.
El judío se hizo cargo de la situación con rapidez en impartir a gritos ordenes seguras, infundiendo a sus criados y guardias confianza. En solo un momento además de repartir los trabajos precisos que correspondían a cada uno en aquella situación, fue capaz de infundirnos un poco de valor. Mientras tanto, los tres hombres más valientes y más fornidos que el resto, se encaraban al oso más grande que Goran hubiera podido ver en su corta vida, los restantes les hicieron subir a toda prisa a los carros.
En medio de aquella batahola de gritos, ladridos de los valientes mastines, y relinchos de los asustados caballos que estaban atados a una cuerda amarrada entre los árboles, de la que no conseguían soltarse, pareció brillar un rayo de esperanza en nuestras vidas, pues los servidores consiguieron dejarnos a salvo de momento, y sin posibilidades de escapar.
Corrieron después gritando hasta las hogueras para coger teas encendidas que lanzaban al oso, que al verse acometido por tanta gente y con tanta saña y fuego, dió media vuelta y comenzó a alejarse lanzando rugidos y amenazas en su retirada.
Todavía los mastines a los que consiguieron atar, ladraban envalentonados también, e hicieron falta buenas cuerdas para retenerlos. Arrastraban a los dos hombres que los retenían y en un momento se perdieron en la oscuridad que corría hacia lo más profundo del bosque.
Desde el fondo de la tiniebla seguían llegando a nuestros oídos, ladridos y gritos mezclados con algún rugido cada vez más lejano.
Después de este incidente, ataron a los caballos hacia el centro del campamento, y encendieron nuevas hogueras en círculo alrededor del mismo. El judío ordenó que se quedasen tres hombres de guardia, por turnos. Todavía se siguieron escuchando durante un buen rato los ladridos de los perros, cansados y monótonos, pero al final, su fino olfato les indicó que el peligro se había alejado, y aparecieron poco después en el campamento al lado de sus cuidadores.
Con el silencio algunos de los cautivos y los guardias que no hacían la vela, pudieron dormir toda la noche, aunque otros desvelados permanecían despiertos. Se oía en el carro de Goran el rumor de algún cuchicheo, el entumecimiento que sintió en su costado izquierdo debido a una mala postura y al frío, le despertaron, se dió cuenta a través del amortiguado resplandor, procedente de las hogueras, que atravesaba la urdimbre de los toldos, de que su compañero de ese lado estaba despierto, el del lado derecho dormía profundamente. Parecía escuchar atentamente lo que se susurraba un par de cautivos más allá, y Goran tocó al más próximo preguntándole con un gesto en la penumbra, que qué era lo qué decían; el otro con un ademán enérgico le obligó a callar y siguió prestando atención a lo que se hablaba un poco más allá.