Desde que amaneció, la niebla ha venido pegándose y enganchándose como jirones, entre los coscojares y los pinos. Hoy tampoco se verá el Sol, las ovejas rebuscan con prisa, como barruntando el frío que ya está cerca, su pasto menudo raquítico y escasamente alimenticio.
Este año se ha adelantado el invierno, ya hace un mes largo que el Moncayo luce su calva blanca, inmisericorde, y desde entonces hubieron de dejar los acostumbrados pastos altos, frescos y jugosos del verano.
Resuenan las esquilas con el repiqueteo nervioso del arranque de la hierba, y de vez en cuando se despiertan fragancias del hinojo, o las hierbas aromáticas tardías cortadas por el rebaño.
El perro oculto por la niebla, atento a las ovejas, y con las orejas erguidas a la espera de algún silbido de su amo.
Va pasando la mañana fría, sin horizonte, con la niebla que cala poco a poco sus gotas sobre la lana de las ovejas, y sobre la pelliza del pastor.
Los barrancos del Araviana, al suroeste del Moncayo, se extienden suaves laderas abajo confundiéndose con la alta meseta castellana, hundiéndose en un paisaje antiguo, de mucho paso de culturas, de mucha, demasiada guerra a través de la historia, de mucho frío y hambre, ya no quedan ni los lobos, solo el románico y la ausencia.
En ocasiones alguno de esos días en los que solo se oye el ruido del viento, o el canto de la perdiz, o la brama de algún ciervo, cuando empieza el celo, o el paso rápido de alguna liebre tras cuya carrera sale el perro para desistir más adelante, de vez en cuando, como hoy, amortiguado por la niebla, se escucha el murmullo profundo de la tierra herida por los barrenos de la mina cercana.
Hoy el pastor siente frío y una idea le ronda en la cabeza. No es uno de esos días en los que al resplandecer el Sol, puede contemplar a su espalda el pico de San Miguel en el Moncayo, guardándole siempre del cierzo de Aragón. No es uno de esos días en los que allá hacia el oeste, se divisan Cebollera, Urbión, y San Lorenzo, a donde ha llevado otras veces el ganado, ni siquiera a causa de esta niebla se pueden adivinar hacia el sur, las sierras de Toranzo y Tablado. El día ha sido triste y en el comienzo de la atardecida, después de deambular todo el día, silba al perro que comprende que se trata de recoger definitivamente, para ir agrupando el rebaño, enfilarlo a abrevar a los manaderos del río y después hacia la aldea. Así es como poco a poco van bajando del monte de Buradonum para ir acercándose hacia el descanso apetecido.
Los ojos fijos a medias en el camino, a medias en el horizonte difuso. Se hace más agudo el frío, se hará muy tarde para llegar hoy hasta la aldea desde la paridera, piensa, una vez que haya encerrado al ganado a salvo de lobos.
Los caminos de la llanura estarán inundados de charcos de las últimas lluvias, y aunque mejor se quedaría en la paridera, su mujer y los chicos le estarán esperando, y nada más que por evitarles la angustia que podrían sentir, tendrá que hacer el viaje y, aun así, mañana tiene el compromiso de coger otra partida de ganado en la aldea, luego no le quedará más remedio que hacer un largo recorrido entre la niebla con el farol.
Esto no es vivir, los críos sin escuela, su mujer matándose a trabajar, cuando no a espigar, o a cualquier faena que le destroza el cuerpo. Aunque el fuego en casa esté encendido, no habrá suficiente cena. Esto no es vivir, se repite una y otra vez, sin acertar a salir de ese pensamiento obsesionante a lo largo del día.
Desde la aldea hasta la capital, con la que a veces sueña, no hay otra cosa que frío, soledad y extensión vacía.
Hace dos años ganó algunos dineros cuando subió hasta las sierras de poniente a cortar madera en el verano, aunque también eran frías las noches al lado de Laguna Negra. Al final la esperanza ilusionada de ganar más, no fue nada más que pan para el hoy y hambre para el mañana. Parece que los pobres solo servimos para ser pobres, pensaba.
Seguía rememorando a lo largo del camino, cuando el año pasado en la Dehesa de la capital, se le presentó un verano tranquilo sin tener que ir a buscar los pastos. De allí se sacó una buena paga, pero la enfermedad de su mujer en el último invierno, sirvió para agotar las últimas reservas.
Desde la paridera a la aldea, no hay más que niebla, frío, y en la boca el gusto agrio del último pedazo de carne seca comido entre un paso y otro echando mano a la alforja.
Se ha hecho tarde después de contar y encerrar la última oveja.
Paso a paso, el perro a su lado, la niebla de la mañana ya hace rato que ha desaparecido, pero ha dejado un cielo nublado que a esta hora vespertina empieza a amenazar con la lluvia que no ha sido capaz de caer en todo el día. Los pájaros ya se han recogido casi todos, y comienza a buen paso su camino. Aún le quedan casi dos horas para llegar a casa. Algún retumbar lejano llega por su espalda, señal inequívoca de que por las altas cumbres las piedras empiezan a sufrir con la lluvia y el viento, pronto le alcanzará y aprieta el paso animando al perro a seguirle.
Todo el páramo alto por el que atraviesa en su camino, puede ser recorrido como en un soplo por la lluvia, sin dar tiempo a cobijarse, lluvia que puede caer como una cortina seguida de otra, mucha agua, mucha, y tanta como cae, desaparece bajo el suelo, tanta y no da ninguna riqueza. El suelo es malo y ladrón, tantas aguas de tantos siglos, y todo se va, todo se va filtrando hasta manar por las fuentes secretas, ocultos manaderos con placeres de oro, dicen, nacimientos oscuros y ocultos entre los fragores de los inmensos roquedales del sur, en angostos lugares que se diría custodiados por duendes unas veces, o por gigantes otras. Con este suelo que no guarda nada para quienes viven en él, con estos fríos de invierno, con estas nieves se convive.
Como ya esperaba, las primeras gotas le alcanzan por la espalda, amortiguándose, deslizándose por el pelo de cabra de su pelliza, ya casi no se ve claro a más de veinte o treinta pasos, pero el pastor conoce muy bien el terreno, casi podría ir a la aldea con los ojos tapados, sin caer en ningún sitio.
El silencio anterior previo a la lluvia, ha dado paso a este sonido de criba continuado, a este sonido de sus pies y del run-run del caminar del perro. Extiende el paraguas y se da ánimos en continuar, sigue bajando hacia la aldea, al igual que baja su dignidad ante la campaña que se avecina en los pastos de invierno. Pero sabe que llegará.