El camino es estrecho, una tira negra de asfalto entre las tapias de piedra roja, adornadas por la vegetación que lucha por salirse del cinturón impasible que la oprime. Al cabo, como una sorpresa, se abre un hueco en la sucesión de los muros: «Navetas de Rafal Rubí», más abajo «Coto Privado de Caza», «Cierre la Puerta».
Se alarga un sendero en un costado del prado, que levemente asciende entre la sinfonía cromática de los rojos, blancos, azules y amarillos de las primeras flores de la primavera. Unos viejos acebuches balancean sus ramas al compás del leve viento que llega de la cercana costa del sur. Allí muy cerca, hacia el norte, se presenta el lienzo de un muro megalítico. La emoción por el descubrimiento llena el corazón de alegría.
El paso de los millares de años escasamente ha marcado su huella en lo esencial. Impone la magnitud de las piedras y la constatación del esfuerzo humano que hubo de suponer a sus constructores.
Hay que humillarse para entrar, doblando la cintura, como en una reverencia. Para acceder a la cella o a la cripta, o al santuario de quién sabe qué dios extraño, hay que humillarse aún más, uno ha de doblarse hasta el suelo y arrastrarse de rodillas y manos por el humus, la tierra oscura y negra que tapiza el suelo de la habitación.
Una vez dentro siento como si hubiera llegado a un sitio conocido, un nudo me ata la garganta. Los rayos de sol se cuelan a través de las hendiduras de las ciclópeas losas que forman el techo. Es entonces cuando, apoyado en el altarcillo del fondo, rompo a llorar en silencio sintiéndome bienvenido y querido por la atmósfera que me rodea. Las piedras parecen conocerme mientras que con la palma extendida de la mano las acaricio sacudido por un sollozo silencioso.