No faltaba mucho para llegar al refugio, la pista estaba muy desmejorada desde la última vez que se había aventurado por ella. Las lluvias del invierno habían convertido el paso sobre algunos barrancos, en torrenteras que habían excavado el firme y por resultado la base, lo que le obligaba de vez en cuándo, a parar y bajar de la furgoneta para comprobar cuál sería el mejor modo de atravesar antes de aventurarse en el cruce, antes de que la imprudencia, pudiera dejarle atascado en el barranco. Algunos pasos se habían convertido en eso precisamente, en barrancos secos, y que a pesar de que en alguna ocasión llevaban una corriente de agua, aunque no muy abundante, sí era violenta, por lo que en algún caso, había que trasegar ramas de los pinos o de los enebros y bojes cercanos, para formar sobre el fondo una especie de pasarela entre el agua y el barro, que garantizase el buen agarre de las ruedas.
Cualquier contratiempo en aquella pista, por la que como mucho podría pasar una persona cada uno o dos días, se podía convertir en un verdadero problema, que se acentuaba por el hecho de viajar solo, y más aún estando cercana ya la hora de la puesta del sol.
Las vueltas y revueltas del camino forestal que iban ganando altura, redibujando las sinuosidades de las faldas de la sierra, quedaban tras de sí dejando una estela de polvo, rojo arcilloso a veces, blanco otras, sobre todo al bordear los derrumbaderos de calizas descompuestas, encima de los que solo florecían las aliagas, algunos tomillos, y, sobre los bordes de las cabezas de los taludes, se asomaban descolgándose raquíticas, las ramas agrias de los erizones como una amenaza.
De trecho en trecho, la aguda colonización de los erizones era rota por algunas zonas más umbrías, que estando orientadas hacia el norte, conservaban en su seno, aun siendo ya la hora del atardecer, la humedad de la noche anterior. Amparados estos pequeños paraísos de humedad, por las ramas de los árboles que calladamente veían pasar al viajero, le despedían a la vez con un silencio cada vez más acentuado, y conforme aumentaba la lejanía se iba borrando el ruido del motor, quedándose aquel trozo de la sierra, solo y en silencio otra vez.
El velo cada vez más azul oscuro del cielo, que como un camino marcaba la ruta entre las copas del bosque, de vez en cuando, al cambiar en su orientación, dejaba ver al tempranero, Venus, que ya apuntaba anunciando la noche próxima. Algún pájaro tardío que volaba alto, de recogida hacia su nido, se confundía veloz en las alturas, al igual que el camino cada vez más umbrío hacia adelante, que provocaba esa insegura sensación de contornos, que empiezan a desdibujarse a lo lejos, mostrando a veces unas figuras u otras más o menos imaginarias.
Emprendía el reloj carrera hacia esa hora en la que la tarde comienza a recogerse, y principia a oírse lejana, profunda, de bosque fresco, la voz del búho que anuncia su dominio sobre las bestias del bosque, vigilándolas desde la alta rama de una encina, u oculto entre la fronda del roble melojo de cortantes y brillantes hojas.
Encendió las luces que descubrían sorpresivamente los baches a lo largo y ancho de la pista, semejante a un paisaje lunar, que continuaba a aquella cota de la sierra, bordeándose con la compañía del bosque. Solo de vez en cuando, al abrirse claros hacia el oeste, le llegaban los rojos anaranjados del horizonte tras del que se había ocultado el Sol.
Ante semejante espectáculo detuvo la marcha, para contemplar la representación de las sombras cerniéndose sobre el valle varios metros más abajo. Sobre este, y tras otra sierra paralela a la que estaba, y tras otra más y aún más allá de una gran depresión, que se extendía hasta el horizonte, acotado a su vez por otra cadena de montañas a cientos de kilómetros, refulgía sobre ellas como una corona, la luz que empenachaba las cumbres más altas con un halo de fuegos y resplandores del atardecer. Un momento antes, aquellos halos hubieran sido capaces de enseñarle el último y único rayo verde, quizás.
Se terminó el día sintiendo una leve brisa que traía del fondo olor a hongos, maderas muertas, y una mezcla de menta y espliego.
No se movió para no turbar el silencio que acogía en su seno al mundo, sino después de un largo rato que le dolió romper.
El crujido de la gravilla bajo sus pies llegaba nítidamente hasta sus oídos, y al haberse vuelto hacia el alto bosque, que ya se presentaba como una masa verde oscura, aun con la decisión hecha en su mente de arrancar de nuevo, el murmullo de una fuente cercana e invisible y el bisbiseo rápido del agua que huye, le decidieron definitivamente a partir antes que aceptar la invitación a quedarse.
A esa hora sus amigos ya estarían en el refugio de Campo Fenero con la chimenea encendida y la cena casi preparada. El acuerdo había sido varios días antes. Era el de recogerles en el pueblo, si no estaban, sería señal de que habrían comenzado la marcha, caminando las tres horas aproximadas que había desde el pueblo al refugio, por hacer ejercicio. Al no haberles hallado en el pueblo era señal de que habían optado por la marcha a pie, lo que significaba que haría el camino en solitario y tarde.
Encendiendo el motor de nuevo, y conocedor más o menos de la zona sobre la que se encontraba, calculó mentalmente con los ojos fijos sobre el fondo oscuro de la pista, que ahora acuchillaba la luz de los faros, que en aproximadamente quince minutos, si no había de atravesar otra torrentera, estaría al lado del refugio. No fue así y aún hubo de volver a vadear con cuidado la última corriente bajo el despuntar de las primeras estrellas que el anterior Venus anunciaba. Llegado a las proximidades del refugio, paró apeándose con extrañeza al no escuchar ningún sonido ni sentir el humo de la chimenea. A pasos largos se encaminó a la puerta encontrándola abierta, del interior oscuro del refugio llegaba olor a cenizas y a cueva ahumada.
Mientras acarreaba desde la pista que bordeaba el prado, en el que se asentaba el refugio, la mochila y alimentos que había dejado en la furgoneta, un retumbar bronco y lejano removió el cielo oscuro y desconocido del otro lado de la sierra hacia el norte.
La noche en soledad sería larga. Fue pasando el tiempo mientras que con mayor frecuencia se escuchaba la tormenta cada vez más próxima. Hubo de esforzarse en cortar leña seca del cercano bosque a la luz de su linterna, ya que el anterior o anteriores ocupantes del refugio no habían dejado ninguna provisión. Sentía el recelo al adentrarse en el silencio profundo de la noche y el bosque inextricable, por lo que en cuanto pudo o juzgó necesaria y suficiente la carga de leña, lo abandonó deprisa y mirando de vez en cuando hacia atrás, hasta que no se encontró rodeado con alivio, de la extensión del prado despejado. Con la linterna rasgaba la oscuridad dirigiendo el haz en busca del refugio que se adivinaba como una sombra recortándose sobre un cielo menos oscuro.
Estalló la tempestad tras cenar en silencio y sentado a la luz del fuego que ardía en la chimenea. Comenzó como una marea que aporreaba de granizo la puerta, las ventanas maltrechas del refugio, y las lajas de piedra del tejado, rebotando y llamando como si quisieran entrar a la fuerza, como si alguien o más bien muchos, quisieran incorporarse a la vez perseguidos por quién sabe qué furia. Los truenos retumbaban bajando por la ladera desde la cumbre, como en un alud de sonido, que hacía reverberar las paredes y el vacío de la estancia, saliendo con el humo chimenea arriba. Tras el granizo violento, un diluvio se sintió llegar azotando primero entre el vendaval, a las ramas doloridas y ciegas de los árboles, atacando con sorpresa la cubierta castigada y al escalón de antes de la puerta, bajo la cual empezaba a colarse una lámina de agua rápida, como una amenaza de aquello que luchaba desde el inicio por entrar.
La chimenea se desgarró con un rebotar de piedras y barro seco a causa del vendaval, rindiéndose así a su fuerza y entregando su alma oscura de hollín al paso impetuoso de la entrada del agua hasta el focal, en donde a duras penas conseguían ahora las llamas levantarse incluso a pesar del cariño que ponía en ello retirando las brasas y los leños hacia otra zona menos expuesta del hogar. Mientras tanto, algún animal o algo perdido rondaba el refugio por el exterior en medio de la tormenta, arañando la puerta atrancada.
El agua violenta y abundante terminó por convertir, la mínima seguridad anterior del refugio, en una estancia completamente oscura, solo iluminada de vez en cuando por el centellear de los rayos al reflejarse sobre la pintura corroída de las contraventanas.
En uno de esos instantes inesperados, cuando buscaba orientarse dentro de la humareda y la oscuridad, sin atreverse a abrir la puerta y trasladarse a ningún sitio, a la luz de otro de los cientos de relámpagos con que se pobló la noche, creyó ver en el centro del prado una figura solitaria con los brazos abiertos que se dirigía hacia la ventana.
La mañana siguiente amaneció fría y con los arroyos desbordados que impidieron salir de cualquier manera.