Andan los árboles angustiados en medio de un agobio entre el verde y el amarillo. Les llegan los días de primaveras trasplantadas a otoños, y se preguntan entre sí como en susurros ¿qué hacer?
Algunos no participan de la congoja de sus vecinos, y han decidido aparentar abatimiento por ver si así, el cielo se apiada de ellos y les envía un vendaval que acabe con sus hojas cansadas.
Pero esa toma de postura no parece servir de nada y la preocupación cunde entre la masa leñosa. Los jóvenes que tan apenas tienen un año de vida, crecen y crecen, mientras que desoyen los consejos de los ejemplares más viejos, que les asesoran para que intenten engrosar su cuerpo con alguna capa más, pues al final, no se sabe cuando, les dicen con la firmeza que les proporciona sus muchos años,llegará el señor invierno.
Andan arriba y abajo por sus vasos leñosos los minerales que les hacen engordar, y entran esos humores en conflicto con las hojas cansadas ya, como se ha dicho antes, que no están para más fotosíntesis.
El peso y la opresión de un otoño que es primavera o verano, amenazan con estallar creando un invierno bastardo que comienza a hacerse evidente sobre sus ramas.
¡Pobres árboles! No entienden porqué sus semillas, no darán fruto este año.
Las hojas nos miran al pasar, con sus caras de ahogo y asfixia, preguntándonos con temeroso temblor.
Pero no es el miedo lo que provoca su temblor. Tiemblan intentando retorcerse para quebrar sus correosos pedúnculos que les atan a la rama. En definitiva es un sollozo por no poder morir.
La zozobra se ha apoderado del bosque. Mientras que pasamos a su lado o si nos atrevemos a adentrarnos entre las filas de su inamovible ejército, en estos días podremos escuchar los lamentos de los más viejos, y los gritos de auxilio de los adolescentes.
Ayer no pude mentirle a uno que acerco sus ramas a mi oído susurrándome una pregunta.
No supe al fin que respuesta darle. No me atreví a darle una que nosotros desconocemos y que sin embargo, está ahí, al alcance de nuestra mano.