Era un viaje ni más ni menos, a menudo solía evocar en su imaginación tantos tiempos pretéritos, que aquel conocimiento lejano aplicado a lo largo de toda su andadura, le situaba en disposición de reconocer la esencia del mismo. Al principio, había sido un viaje vital que se preocupaba sin darse cuenta, quizás por propio espíritu de conservación, por la naturaleza de las cosas, y por la calidad de sus relaciones y por las comunidades en las que le tocó vivir; ahora, en cambio, con la llegada de un tiempo renovado, con más experiencia, el camino le había enseñado que su modo había cambiado, ahora aquellas relaciones definidas por la división y el miedo se habían convertido en las que se caracterizan por el respeto y el amor.
Empezaba a entender que el viaje tenía su meta, su Ítaca, en donde estuviese su corazón; con esta nueva certeza desechó la idea por vanidosa, de pensar que había alcanzado la sabiduría, y se formó una mueca en su rostro curtido de soles y lluvias, pensando en el final físico que le impediría seguramente alcanzarla; por otra parte, había tantas cosas de las que desconocía su verdadero significado, que ahora que las había entrevisto a través de los años y países, se daba cuenta de que estaba ante un nuevo camino, que todas y cada una de ellas se le ofrecían invitándole a recorrerlo.
Tenía aún que tender la mano a todo lo que más temía para empezar a ser libre y que el camino resultara provechoso, pues demasiado tiempo había estado guardando en algún lugar muy recóndito y lleno de polvo y telarañas esas prevenciones y aquellos miedos lejanos, pero ahora empezaba a soplar un viento prometedor que iba barriendo los zaguanes de las casas, limpiando las fachadas, colándose por rendijas y ventanas, y puertas mal cerradas afortunadamente, a través de las que entraba vivificante, llevándose el olor a muebles y telas estáticas del miedo durante años, arrastrando los suspiros y quejidos de cientos de etapas allí encerrados, almacenados sin utilidad, que solo esperan, y ese era su fin, que se les tienda una mano.
Caminos había recorrido, sencillos unos, tortuosos y complejos otros, había reseguido complicadas redes, bajando por espacios hiperbólicos, adentrándose en oscuros y casi eternos cilindros de superficies compactas, jugando con la cortante sombra de las superficies cónicas al filo de la luz como un cuchillo, se había aventurado por las complicadas ecuaciones vivas que amenazaban con engullirle en una teoría sin soluciones, llena de incógnitas, se había enredado en las cuerdas del universo, y se había zambullido entre todos los fractales de un mar de burbujas de jabón sin aprender del todo de ellas, sin llegar a tocar el corazón de la misma complejidad, por miedo unas veces, por ignorancia otras, y otras por pereza de no adentrarse. Tocar ese corazón, envolverse en lo complejo de lo que formaba parte el mismo, vivir envuelto en la razón misma, formar parte de ella del misterio de la diversidad y aprenderla, asumirla como parte de sí mismo, era otra etapa del viaje, otra inacabada tarea sin cuya consecución no podría seguir allá donde estuviera la meta, si es que existía, aunque ya se había acostumbrado a pensar que estaba en su interior, sin creérselo demasiado para no ser deslumbrado por ella y quedar ciego.
Creía haber visto más allá de lo visible contemplando el vacío y la nada de la estela del vuelo de una golondrina, pero era incapaz de verla posada en la hierba del campo, perfectamente mimetizada con el humilde saltamontes. Lo visible y lo evidente eran parte del espíritu de conservación que aún llevaba en su ligero equipaje. Debía, pues, adentrarse de nuevo en su interior para situarse más allá de la carencia de todo y desde ahí imaginar lo no hecho, lo no pensado, lo imposible de existir, algo que le diera la medida de su conocimiento, algo que de entrada le ayudase a replantearse en un principio cuál era el camino de lo no visible para recorrerlo.
Había sido doloroso, verdaderamente doloroso el encuentro con algunas situaciones que a menudo le habían herido, y otras al menos le habían hecho sufrir, habitualmente con la experiencia de unas y otras, había aprendido a soslayarlas, y ya no arriesgaba más, perdiendo, por lo tanto, la oportunidad de encontrar ese otro camino a la izquierda o a la derecha que tras el sufrimiento, siempre se abría.
Era vulnerable como todos los humanos y aquí no quería arriesgar, aunque sabía que había de hacerlo paso a paso, arriesgar siempre, comprometerse siempre con lo semejante, y con lo desemejante, sentir, doler, sufrir, llorar, reír, ayunar, sudar, sangrar, comer, ayudar, trabajar, amar. Ser vulnerable, arriesgar a cada paso, no rehuir nunca nada, no esconderse nunca, dar la cara siempre, eso era lo doloroso a veces del viaje, y una de las enseñanzas más valiosas que aún debería de terminar de alcanzar a conocer con maestría.
A estas alturas, el gran espacio que le quedaba por recorrer se hacía más que evidente. La gran superficie inédita que se extendía ante él como un inmenso papel en blanco era el terreno sobre el que debía arriesgar su vulnerabilidad, a través del cual debía imaginar más allá de lo visible y en el que debía afrontar nuevas complejidades y nuevas técnicas que había que poner en práctica. Aquello empezaba a parecerse a un extenso desierto de arenas saladas cegadoramente blancas, cuyos granos reflejaban la luz del sol, depositando en las oquedades de las dunas minúsculas difracciones de luz, que corrían enseguida hacía el rojo como alejándose de su vista, como iniciando una carrera a la que estaba invitado ya con premura a participar. Era la vida, o como decían antes. ¡C´est la vie!
Pensó que, como en los modernos juegos, había acopiado en su zurrón hierbas curativas, monedas resplandecientes, armas destellantes, conjuros mágicos, antiquísimos tratados de sabiduría, llaves que abrían puertas invisibles, finas capas protectoras, armaduras contra los monstruos de los infiernos, que podían servir para que te asaras con el fuego eterno o te congelases en los hielos perpetuos de cualquier antártica tierra, redomas de elixires del amor, o de la eterna juventud, cajas llenas de saber estar, bolsas conteniendo respeto, cajas de música, guantes de amianto, sacos de ternura, fardos de amor, manos que repartían caricias, bocas que daban besos, contenedores llenos de abrazos, camafeos conteniendo palabras de aliento, etc., etc.
Tenía que seguir, tenía que seguir, pero algo había aprendido, y era que con todo lo del zurrón y todo lo visto a lo largo y ancho de su viaje, podía ser muy ingenioso, sumamente ingenioso para aplicar lo aprendido, de ahí le había nacido una aptitud nueva, la flexibilidad. Con esa nueva herramienta sabiamente utilizada sería capaz de averiguar dónde estaba el término medio, podía descubrir que la razón no siempre estaba solo de un lado, y que había múltiples razones que considerar, —Salomón debió de tener esa herramienta—, con ella podría seguir siendo vulnerable paso a paso demostrando su calidad y condición de humano, pero sin sangrar demasiado, gracias a otras hierbas hemostáticas que en su zurrón llevaba y le habían dado la experiencia del viaje, podía tender la mano a un carbón encendido gracias al guante de amianto, tenía medicinas curativas, abrazos, besos, y palabras de aliento de sobra que podía repartir y compartir, y seguiría siendo humano, vulnerable, y reír, y llorar con los semejantes y hasta con los desemejantes.
Las voces que se alzaban a los lados del camino le decían ven, quédate, pero siguió adelante decidido, quienes le querían bien, sus familiares, sus amigos, las gentes de sonrisa franca, le dijeron: Camina con cuidado, te queremos.
Otros le decían y él lo sabía que era parte de algo mayor que él, de algo desconocido aún, pero que se entreveía a través de las lejanas nubes sobre la atardecida del horizonte, parte de algo que incluso podía no ser visible, y que debería aprender a imaginar. Cuando marchaba siguiendo su viaje, la música inundaba todos sus poros como si fuera un elixir que le hacía vibrar transmitiendo felicidad y nostalgia. Era el mejor lenguaje, el idioma con el que podía entenderse con todos los pueblos por lejanos y lejanos que pudieran ser, casualmente los más alejados eran los que mejor le entendían cuando con su música transmitía los antiguos sonidos ya en desuso.
Finalmente, debería impedir que Ítaca le cegase impidiéndole aprender a lo largo del camino, a lo largo del propósito a que se había llamado, su mejor guía habría de ser de ahí en adelante el sonido de su voz hacia el hogar, debería seguir caminado, sus antepasados le esperarían siempre.