Era ya algo tarde cuando bordeaba los contrafuertes de los Picos de Pallás, entre el caos de la morrena frontal del desaparecido glaciar. La nieve de primavera rellenaba hondonadas entre las rocas y ocultaba posibles pozos en los que resultaba muy fácil, en caso de pisar imprudentemente, romperse una pierna o cuando menos llevarse un buen susto. El perro zigzagueaba por delante, aquí y allá entre las rocas, desapareciendo unas veces y apareciendo otras, volviéndose a mirar de vez en cuando hacia su amo que se retrasaba extraviado. Al llegar hasta el fondo del alto valle, colmado por los arrastres de tierras descompuestas de la caliza de las prominentes cumbres, le saludaron algunas humildes flores que a duras penas conseguían restallar su color, apuntando tempranamente, entre las rocas y las últimas nieves que se derretían poco a poco. Nieves que de nuevo, como cada primavera, hacían desbordar aguas abajo los ibones quietos, oscuros y callados.
Asomaban alarmadas las marmotas por entre montículos de hierba quemada por los hielos, sus caras delgadas, por el reciente invierno pasado en hibernación, por consiguiente, en absoluto ayuno. Observaban a los intrusos con cierto temor e inquietud, lanzándose gritos de aviso parecidos a risas, entre unas y otras.
Mientras tanto, el cansancio y el sudor que le empapaba la espalda, los parloteos nerviosos de las marmotas que se escondían ante la llegada del perro o de la suya propia, empezaban a molestarle ya por partida doble. Por un lado, el cansancio que se le acumulaba en los dedos de los pies. Por otro, las inquilinas del alto valle, las que con sus chillidos parecía como si se rieran de su camino errabundo y totalmente extraviado desde ya hacía horas, estaban consiguiendo acabar con su ánimo y su paciencia. No conseguía hallar la vía de regreso hacia el valle de donde había partido y las últimas luces de la tarde empezaban a declinar hacia el oeste. Poco rato después descubrió, desagradablemente, que el camino entre el caos acababa abruptamente en un precipicio por el que se despeñaban hacia un fondo oscuro, las aguas desbordadas de los ibones superiores de «Pallas».
Con un temblor inusual en las piernas y una tiritona de frío en el sudor de la espalda, casi se sintió vencido mientras le llegaban a esa hora de la atardecida, los broncos sonidos del agua estrellándose entre las rocas del fondo cuando al asomarse, una suerte de mareo tiraba de sus sienes hacia el abismo.
Descansó un rato dudando entre la indecisión de si vivaquear, o de si seguir a tientas, aunque fuese, costase lo que costase hasta alcanzar la seguridad y la cena del refugio. Pasó un largo rato con el perro jadeante a su lado. El frío que sintió de pronto repetido, le recorrió todo el cuerpo como en un estremecimiento. El hambre acuchillaba su estómago, con lo que ante la perspectiva de pasar una noche fría y sin un mal alimento que llevarse a la boca y por el otro la posibilidad, aunque peligrosa, de bajar hasta el valle y tras unas horas llegar al refugio, inclinaron hacia un lado la balanza de su indecisión.
Sintiéndose como reconfortado con la certeza de lo que iba a hacer, se levantó dolorosamente. Las piernas frías ahora le pesaban como el plomo, los pies magullados después de caminar casi desde el amanecer, parecían no coordinarse con la intención de marchar que les enviaba el cerebro. Le miraba agudamente el perro como inquiriendo con su mirada que hacer.
—¡Vamos, vamos, a casa!—
Y el perro se movió inquieto dando saltos de alegría como si tratase de animar a su amo. Volvieron sobre sus pasos, otra vez al caos de rocas y a los tropiezos constantes que amenazaban acabar con algún hueso roto.
Las sombras alcanzaban ya casi los altos dientes de los picos, entretejiendo con las últimas luces del sol, el gris de las cumbres, dorando un poco más abajo las paredes donde anidaban los rojos quebrantahuesos, y ensombreciendo paulatinamente las mismas hacia un pardo oscuro que se confundía con las rocas por las que deambulaba, solo evidentes por el claror de las manchas de nieve cuyo rastro reflejo, ayudaba a discernir entre sombras, cada vez más espesas, la ruta segura para alcanzar el borde de salida de aquella cubeta en forma de «U» por la que deambulaba.
Ya no se veía con certeza más allá de diez o doce pasos de distancia, pero el haber salido del caos le dio energías renovadas y una esperanza incierta de que aquella noche llegaría al refugio. Bajaba resbalando, a trompicones, bajo sus pies salían corriendo multitud de piedras que huían pendiente abajo, rodando y rebotando hasta el fondo. Intentaba, agudizando la vista, no dar un mal paso tanteando con el bastón previamente los puntos seguros donde apoyarse sin riesgo de caída. El perro ya casi debía estar en el pie de aquella bajada, hacía rato que no lo entreveía parado, esperándole de vez en cuando a lo largo del declive. Cuando acabó la pedriza y las gravas sueltas, encontró, o creyó encontrar, una senda que descendía desde su izquierda, por encima de su cabeza, que le ayudó definitivamente a bajar. Menudeaban las hierbas y los erizones y algún enebro arrastrándose entre la aridez de los bordes del sendero. El abrigo de rocas, más o menos grandes, comunicaba algo de proximidad en la penumbra del paisaje escaso que acertaba a ver. Oía el fragor del río como un clamor muy abajo, mucho más abajo del lugar en que se encontraba, que poco a poco se fue convirtiendo en cercano y amenazador.
Acabó la cuesta casi de pronto con sorpresa, pues al tantear con el bastón comprobó que el siguiente paso estaba mucho más cercano que los anteriores y el siguiente, más y más, hasta encontrarse en el plano.
Apuntó la luna por encima de las altas cumbres, con lo que pudo descubrir el amplio prado sobre el que se encontraba. Frente a él saltaba y brincaba a unos cincuenta pasos el río. En la otra orilla reinaba la oscuridad, a su espalda las altas laderas que acababa de bajar, hacia su derecha comenzaba un espeso bosque de pinos y hayas, entre los que se adivinaba al final del herbazal y principio del bosque, la claridad de otro espacio libre de vegetación que le indicaba el camino de entrada y desplazamiento a través de los árboles.
No sin cierta aprensión descubrió, al reconocer el entorno, que se encontraba a unas dos buenas horas de alcanzar el camino viejo de los contrabandistas. Frente a él se extendía el bosque de hayas, al final del cual por el Paso del Oso, llegaría de nuevo al río, que buen trecho después, siguiendo en su compañía, le habría de llevar hasta el camino viejo, y de allí, al tan anhelado refugio del pueblo.
Silbó dos veces y al poco se le incorporó el perro alegre de verle, apoyándole las patas sobre el pecho. Lo saludó con caricias, palabras afectuosas y juegos, demostrándole también su alegría por el encuentro. Tras este encuentro y sus efusiones, comenzó a caminar hacia el bosque con el perro por delante, al que dejó de ver en cuanto se internó en la espesa oscuridad de los árboles. Siguió oyendo su jadeo y adivinando que caminaba como unos cinco pasos o diez por delante. Al principio el camino era bastante evidente, por lo trillado del mismo, la luz de la luna se filtraba de vez en cuando por entre las ramas de los árboles, en su mayoría hayas que, aún desnudas de hojas, permitían el paso de la luz del menguante de la señora de la noche.
Serpenteaba y discurría con alegría hacia abajo la pista, obligándole a que sus pasos se fueran convirtiendo en zancadas, por lo que de vez en cuando, si no era capaz de frenar un poco el ritmo, tropezaba con raíces que más de una vez estuvieron a punto de dar con sus huesos en el suelo, hasta que por fin lo consiguieron. La torpeza humana en medio de la oscuridad fue, una vez más, proverbial, soportando una caída con unas manos ciegas que no acertaron a agarrarse más que al vacío. Dio unos pasos en el aire sin hallar el firme bajo sus pies, pensando que aquello era el fin. Aturdido por el encontronazo contra el suelo y sintiendo el salado sabor de la sangre en la boca, gritó con rabia, mientras que un dolor punzante le mordía un costado y una humedad sangrienta le corría, adivinó, desde la rodilla derecha hacia el pie. Palpándose se levantó desde el escaso desnivel por el que había caído, lo hizo como pudo, quejumbrosamente dolorido y retomó el camino.
Llamaba al perro a menudo para que no se alejara, normalmente volvía sobre sus pasos atentos a la llamada. Se iban espesando las sombras y a las hayas se les incorporaban áreas en las que dominaban los abetos y otras especies de hoja perenne, haciendo más difícil la entrada de la luz nocturna. Se alejó el perro definitivamente y ya no se le oía, comenzó a caminar con más cuidado, escuchando el ruido amortiguado de los pasos propios y en medio de las zonas más oscuras, volvía hacia atrás de vez en cuando la mirada sin ver nada más que las siluetas oscuras de los troncos, o las masas de hojas difuminadas sobre un fondo negro, pero nada más. Comenzaba a sentir temor de lo desconocido, era una tontería volverse, no había nadie, nadie a quien preguntar, nadie a quien ver si hubiera habido la iluminación suficiente.
Volvió a llamar al perro una vez más, pero este no acudió a su llamada; echó en falta al menos su cercanía y su buen olfato que le podían hacer compañía, e incluso servirle de lazarillo en medio de aquella situación. El muy perro, nunca mejor dicho, habría encontrado con toda certeza el rastro del buen camino, seguro que ya le llevaría buena ventaja y estaría esperándole, tal vez ya en el camino viejo, o habría ido hasta el río a beber o se habría despistado con algún ratón o quien sabe si estaba más lejos, en pos de algún animal nocturno al que perseguir con ánimo de alcanzarlo.
En estos pensamientos estaba, a buen paso, otra vez rodeado de nuevo por hayas que dejaban pasar una plateada luz, arrancando brillos de cobre de entre los troncos y las despejadas ramas, cuando escuchó lejanos unos ladridos muy hondos, de allá abajo, tal vez de donde se estrecha el bosque junto al cañón del río. Volvió a oírlos al cabo de un rato, después su propia voz se perdió entre el bosque llamando a su perro. Seguía adelante atento al regreso del animal, pero nada notable sucedió durante un buen rato, nada más que el silencio al que se había ido añadiendo el clamor apagado del río.
Creyó discernir entre los ruidos, como un arrastrar o crujir de hojarascas secas, más arriba hacia su derecha. La brisa nocturna que subía del valle no le traía más que el olor de los prados y de los bojes frescos de las umbrías. Lo que fuera se había escuchado como si viniera de delante y más arriba. Retrasó el paso aguzando el oído y esta vez inconfundiblemente volvió a sentir que algo se desplazaba entre la maleza, aplastando las hojas secas y desgarrando zarzas y espinos. Se adivinaba que su dirección iba a confluir con el camino que él seguía en algún punto de encuentro, aunque más adelante. Continuaba caminando en silencio pausadamente, adivinando los ruidos, el desbroce de la espesura, las piedrecitas que rodaban cuesta abajo, rebotando sobre las hojas secas con el mismo sonido que hubieran producido las gotas de una tormenta repentina, cuando escuchó un oscuro y corto rugido que le paralizó en medio de la senda, que le impidió seguir adelante y que le aceleró las palpitaciones del corazón llevándole a la boca un raro gusto amargo.
Un bulto, casi una sombra, atravesó el sendero más adelante y se perdió en la oscuridad camino del río. Habría pasado tal vez una hora apoyado en un árbol, temeroso de moverse, cuando apareció el perro en cuya compañía llegó al camino viejo y más tarde al pueblo, cuyas luces, calles solitarias y puertas cerradas, le parecieron en el silencio de la madrugada, el mejor recibimiento y la más esplendorosa, entrañable, y anhelada entrada triunfal.
Enhorabuena! Tus narraciones tan ricas en vocabulario y siempre con un punto de misterio nos coloca dentro de ese mundo de fantasía en el que se mueven tus personajes, ánimo y sigue con esta afición que yo entiendo tan difícil, un abrazo
Gracias por tus palabras de ánimo. Si con este relato he conseguido transmitir un cierto halo de misterio o inquietud. Es importante para mí el saberlo.
Aprovecho para decirte que la acción fué situada en unas tierras y paisajes cercanos, y muy probablemente conocidos por ti.
Graias otra vez. Seguiré esperando tus comentarios, incluso los que me traigan menos fortuna.