Se oía a duras penas el run de lo recóndito de aquel cuerpo que les albergaba. Permanecían en silencio casi conteniendo la respiración.
Los hombres brillantes que les habían conducido hasta el interior de aquel extraño animal, dotado de inteligencia, hacía rato que les habían dejado en aquella sala. Poco después la luminosidad que parecía emanar de todas partes, desde el suelo que pisaban con temor hasta el techo, se había ido amortiguando llegando a la penumbra para ser acompañada por el ruido del soplo de algún animal que les rodeara.
Cuando esto sucedió, un murmullo de alarma salió de todas las gargantas, algunas mujeres chillaron abrazando a sus crías. El que iba a la cabeza de entre los de su clase, se elevó por encima del resto del clan que permanecía agachado, y alzando la palma de una mano transmitió a todo el grupo sosiego y confianza. Con sus ojos penetrantes fue calmando las miradas extraviadas, asombradas y temerosas. Parecía decirles: «Tened calma, confiad en mi».
Las lisas e impenetrables superficies de la cámara o del estómago que les acogía de una manera fría e inhóspita, contrastaban con sus hachas bifaces de bronce y con el barro reseco de los caminos pegado a sus sandalias de tiras de cuero de buey.
El chaman junto con el que iba a la cabeza de entre los de su clase, les habían hablado ya hacía varias lunas de la extraña forma de ir hasta el ocaso del sol. Aquellas palabras les parecieron a la mayoría del clan una manera de huir de los pueblos de más allá del gran río que por oleadas llegaban desde tiempo atrás arrinconándoles y desplazándoles de sus tierras quieras que no.
Pensaban muchos, que aquello no era otra cosa que una manera de huir, y de no defender lo que era suyo.
Les contaron que otros clanes ya habían hecho el gran viaje hasta el ocaso del sol. Nadie había vuelto, pero se aseguraba que el sol se hundía frente a las costas de unas tierras ricas y soleadas
Muchos de los iberos, ese era el nombre que se daban a sí mismos, que en aquel momento permanecían agachados, habían creído que el chaman y el que iba a la cabeza estaban locos, pero ahora al comprobar que no podían mantenerse en pie dentro de aquél estómago mágico y después de los últimos acontecimientos, ya estaban seguros de que aquello no era otra cosa que obra de los dioses, y que los hombres brillantes que les habían hecho entrar en el estómago de aquel extraño animal, eran genios servidores de aquéllos.
Habían caminado durante siete o diez lunas desde que hubieron dejado atrás su Iberia natal, la tierra de sus antecesores, a orillas de un mar de aguas negras y frías.
El día de su llegada a este nuevo mar, permanecieron agrupados en un bosquecillo sobre una colina que bañaba sus pies en el salobre azul; desde la altura observaron cómo el chaman y el que iba a la cabeza de entre los de su clase, se encontraban con unos hombres brillantes de extrañas vestiduras. A la vuelta trajeron consigo una especie de collares de los que colgaba una lámina más dura que sus herramientas de bronce, pero mucho más liviana y brillante; en ella se perfilaban unos trazos como nunca los habían visto, y les anunciaron que para hacer el gran viaje, tenían que colgarse del cuello aquellos collares.
Se los habían colgado con una especie de temor reverencial, durante el amanecer que marcaba su partida hacia el ocaso, les advirtieron que de ninguna manera deberían quitárselos hasta que no volvieran a estar fuera del monstruoso animal, si no querían ser digeridos.
El cojo del clan, que siempre parecía estar en contra de todo y de todos, se había quitado el collar en un momento indeterminado cuando el soplido del animal parecía adormecerlos. Fue todo uno, quitarse el collar y encenderse un resplandor rojo en la bóveda, a la vez que sonaba un rugido alarmante repetitivo y nervioso. El cojo del clan comenzó a vomitar y a dar descontroladas volteretas en el aire, intentaba agarrarse a sus compañeros que asustados evitaban el contacto con él.
En el mismo instante en que hacían acto de presencia dos hombres brillantes a través de un hueco que se abrió en la lisa superficie de la pared, el que iba a la cabeza de entre los de su clase consiguió pasarle de nuevo por el cuello, el collar que se había quitado, cesando de pronto en sus volteretas y movimientos descontrolados, y con la brusca caída del cojo del clan sobre la dura y pulida superficie del suelo.
A poco de este suceso comenzó a escucharse un rumor más poderoso aún, como el soplar de todos los vientos a la vez, pero asombrados no sentían brisa alguna. Era imposible escucharse los unos a los otros hasta que un breve tiempo después se fue apagando el sonido.
Tras un breve lapso de calma y silencio absolutos, se rasgó poco a poco una abertura en una de las paredes, a través de la que fueron iluminados por los penúltimos rayos de un sol que se iba a hundir en el océano.
En el fondo de aquella bahía de una nueva tierra, otros clanes como ellos salían de fabulosos animales, dotados de inteligencia, apoyados entre el mar y la arena iguales al suyo.
Toda aquella muchedumbre clamaba asombrada a los cuatro vientos y gritaban jubilosos desperdigándose por las nuevas tierras, mientras que desde el puente de mando de las grandes y veloces naves dotadas de inteligencia, les despedían las exiguas tripulaciones de hombres brillantes.
«…Dime también tu tierra, tu pueblo y tu ciudad para que te acompañen allí las naves dotadas de inteligencia.
Pues entre los feacios no hay pilotos ni timones en sus naves, cosas que otras naves tienen.
Ellas conocen las intenciones y los pensamientos de los hombres y conocen las ciudades y los fértiles campos de todos los hombres.
Recorren velozmente el abismo del mar aunque estén cubiertas por la oscuridad y la niebla, y nunca tienen miedo de sufrir daño ni de ser destruidas…»
De Alcínoo a Odiseo en el
CANTO VIII Odiseo agasajado por los Feacios
LA ODISEA, Homero, s.VIII a.C.