Una vía de agua se tragó en pocos minutos al pesquero. Su radiobaliza anunciaba poco antes del hundimiento la señal de socorro y la situación, a unas siete millas y media de la costa al nordeste de cabo Ortegal, el de los afilados peñascos como colmillos.
En la rutina de la noche, con ojos abotargados por el sueño y barba de varios días, se balanceaba el maquinista en el estrecho recinto comprobando manómetros y cuentarrevoluciones. Volteaba intranquilo entre sus manos un rebujo de algodones y trapos viejos de los utilizados para limpiar aceites y motores. Aprestaba el oído intentando escuchar un tono inusual, que se producía desde hacía largo rato en el motor y que le provocaba desasosiego. El fuerte mar de fondo hacía trabajar en exceso al motor, para salir de las embestidas de las grandes y anchas olas que pasaban bajo el casco, como una inmensa alfombra que quisiera tirar de él para desestabilizarlo. El patrón y otros tres marineros trabajaban en cubierta a la luz de los focos, recogiendo los aparejos del volantero de dieciséis metros de eslora que ya, desde las primeras horas de la noche, había conseguido una mediana captura de merluza en la oscuridad.
La práctica fue interrumpida por el grito de alarma del maquinista, que a duras penas se podía oír a causa del run del motor. Trepó asustado a cubierta a lo largo de la empinada escalera, cuando el agua alcanzaba el nivel de los tobillos.
El patrón, echando un vistazo al reducido cuarto de máquinas, gritó la orden de abandonar el barco cuando el nivel del agua —calculó— llegaba por el pecho de un hombre. No se hacían preguntas acerca de cómo se podía haber producido la vía de agua. El motor se aceleraba solo y amenazaba con romper las juntas, en una carrera desaforada de caballos mecánicos luchando contra la inevitable escora, que desplazaba la carga y aparejos de un lado a otro desconcertadamente.
La escasa tripulación se afanaba, como un solo hombre, en desamarrar el bote salvavidas en medio de la oscuridad, desgarrada por el único foco que parpadeaba en lo alto del mástil de la antena. En unos preciosos y escasos minutos, cuando el merlucero decididamente se hundía de popa, haciendo peligrosa e inestable la situación en cubierta, agarrados a las barandillas de la borda, para no caer hacia la negrura que se punteaba de espumas blancas, consiguieron lanzar el bote al mar agarrándose a él como a su única tabla de salvación.
Entre gritos, y sobreponiendo las voces al ruido del mar y a la oscuridad, se aseguraron unos a otros de la presencia de todos y de su buen estado. El delgado, pero penetrante haz de la linterna que el patrón sacó del equipamiento del bote les mostró una última instantánea del barco, hundiéndose rápidamente succionado hacia el fondo, sin tiempo casi ni para contarlo: había sucedido todo en un abrir y cerrar de ojos.
Los minutos posteriores a la tensión vivida por los hombres, los transportaron a un acuoso silencio en el que, cada uno de ellos, repasaba lo cerca que había estado de no volver nunca, surgiendo ahora en sus mentes la imagen de sus seres queridos que, en tierra, al cobijo del sueño reparador de la noche, ignoraban todo, descansaban. Tal vez el nuevo día les llevara la noticia del desastre, en caso de que su última situación marcada por la radiobaliza del buque hubiese sido eficaz.
Pasaban en un casi continuo subir y bajar verdaderas masas de agua bajo el frágil pero seguro bote. A lo lejos divisaban, desde la cresta de las olas, otras embarcaciones faenando, ajenas seguramente a su tragedia. Con el transcurso de las horas observaban con desasosiego cómo la deriva les llevaba más y más lejos cada vez, hacia el este del banco en donde hasta no hacía mucho faenaban cercanos a otros compañeros. No habían tenido ni tiempo de lanzar una llamada de auxilio por la radio. En el bote, el equipamiento mínimo de supervivencia que debería contener había desaparecido, o quizás nunca hubiese estado equipado.
Conforme se acercaba la madrugada, el frío fue penetrando en sus cuerpos cada vez con mayor mordedura, y el salobre del agua en contacto con las ropas embebidas no hacía, sino aumentar la sensación de frío e indefensión. Sin nada seco con que abrigarse, entrechocaban los dientes con la tiritona, intentaban darse golpes y ánimo los unos a los otros, con la esperanza de que en poco tiempo el helicóptero del servicio aéreo de rescate los localizaría. Si, querían estar seguros, necesitaban estar seguros de que la radiobaliza del buque funcionaba y que habría enviado un bip de alarma, que habría sido recibido por alguien que no dormía, que estarían de camino ya.
Aquel hundimiento era una mala suerte: el año estaba siendo malo y, cuando aquella noche comenzaron a recoger las primeras redes, tras comprobar que el banco estaba lleno, se habían alegrado al ir constatando con una media sonrisa cómo poco a poco se había ido llenando la bodega de una carga que hacía mareas que no conseguían, al fin se habían acabado los meses pasados de Pensión. Pero estaba de Dios que no iban a levantar cabeza aquel año tampoco, la amargura y la tristeza se dibujaba en sus rostros cansados y ateridos, solo oculta por la tiniebla de la noche. No hablaban desde hacía mucho rato. Las extremidades entumecidas por el frío y un continuo temblor, laceraba sus cuerpos, mientras que, poco a poco, comenzaba a aparecer en sus pensamientos la posibilidad de que no fueran encontrados, a causa de la rápida deriva que les llevaba incansablemente hacia el este.
Llegó un amanecer gris, a duras penas diferenciado de la noche. Una densa y seguramente vastísima bruma, inusual en aquel caluroso mes de agosto, planeaba sobre la extensión negra de las aguas. Todo a su alrededor era tupida niebla que apagaba cualquier eco, e incluso convertía en un susurro el revocar de las exiguas olas contra el bote, que a duras penas se desplazaba ahora indolente y lentamente sobre un mar en desacostumbrada calma. Con la entrada del día y el hambre mordiéndoles en el estómago, una cuchillada de sol y una breve y aliada brisa del suroeste, diluyeron la niebla como azúcar en un vaso de agua; ya casi estaban resignados en el sopor que les provocaban los primeros rayos a lo que podría ser su martirio y tormento sin agua potable, cuando el bocinazo de un arrastrero lejano fue para sus oídos el mejor aviso, más alegre que si fuera el cohete de inicio de las fiestas en la aldea.
Una hora después, un radiomensaje daba cuenta de que un arrastrero con base en Gijón había rescatado a los náufragos.