Fuera de aquí, esa es mi meta
Me atrevo hoy a transcribir una opinión de Rafael Sánchez Ferlosio que apareció en un diario nacional el 17 de febrero de 1981.
Todo viene a cuento de un minirelato: La Partida de Franz Kafka que leí hace unos días y que no me resisto a copiarlo también por la tremenda esencia que contiene y lo sustancioso del destino:
«Ordené que trajeran mi caballo del establo. El sirviente no entendió mis órdenes. Así que fui al establo yo mismo, le puse silla a mi caballo, y lo monté. A la distancia escuché el sonido de una trompeta, y le pregunté al sirviente qué significaba. Él no sabía nada, y nada escuchó. En el portal me detuvo y preguntó: «¿A dónde va el patrón?» «No lo sé», le dije, «simplemente fuera de aquí, simplemente fuera de aquí. Fuera de aquí, nada más, es la única manera en que puedo alcanzar mi meta». «¿Así que usted conoce su meta?», preguntó. «Sí», repliqué, «te lo acabo de decir. Fuera de aquí, esa es mi meta». «
Va a continuación la opinión de Rafael Sánchez Ferlosio anunciada.
«Mi padre me contó una vez una fábula china que es para mí -por encubrir púdicamente en la barata y estereotipada expresión inglesa una declaración tan enfáticamente subjetiva- the most wonderful tale I ever heard (el más maravilloso cuento que he oído ), pero de la que ni él me llegó a decir la fuente ni la época, ni nada he vuelto a saber después por ningún otro conducto:
El emperador de la China quería inmensamente a una única hija que tenía y temeroso de darla en matrimonio a un hombre que la hiciese sufrir ordenó a los mandarines que recorriesen el imperio entero y encontrasen al joven que tuviese el rostro de la perfecta santidad. Al fin, de entre todos los aspirantes que de las más apartadas regiones de la China fueron traídos a la corte, se eligió el que acabó siendo dado en matrimonio a la hija del emperador, a la que, no defraudando la elección, supo, en efecto, hacer siempre dichosa, viviendo con ella amorosa y santamente hasta el fin de sus días. Mas cuando estaba siendo amortajado y adornado para la sepultura, un cortesano notó junto a su sien con la yema de los dedos el borde de una delgadísima máscara de oro que cubría su rostro. «¡Ha prevaricado! «, gritó el mandarín, al tiempo que arrancaba de un golpe la máscara para hacer manifiesta la terrible y sacrílega impostura; pero cuál no sería el asombro y la admiración de todos los presentes, al ver que el semblante que entonces se mostró a sus ojos tenía las facciones absolutamente idénticas a las de la máscara.
Una historia inmortal como es ésta será siempre capaz de desplegar, cada vez que vuelva a ser contada, un abanico entero de interpretaciones diferentes, todas igualmente legítimas, y su última luz filosófica y moral está tal vez tan sólo en la confrontación y conciliación de todas ellas; queda, pues, entendido que la que aquí se va a dar y comentar no quiere ser más que una de tantas, valga por lo que valiere y sin menoscabo alguno de la validez de cualquier otra: ningún semblante humano puede configurar en sus facciones «el rostro de la perfecta santidad» como un semblante natural, porque la santidad no nace del interior, como un fruto espontáneo de la naturaleza, sino que es inducida y conformada desde fuera, como una obra del espíritu. La imagen de la perfecta santidad no será nunca en ningún joven más que una máscara postiza, es decir, un modelo artificioso, y la santidad misma habrá de ser, por tanto, afectación, ficción, invención, alienación. La máscara de oro de la perfecta santidad no fue al principio más que prenda de promesa con la que el alma respondía a la llamada del espíritu, al soplo exterior que despierta y solicita a la naturaleza para que, liberándose de su inerte servidumbre, elevándose sobre sí misma, encame bajo el dictado del espíritu la figura viviente de la santidad. Unicamente cuando toda una vida de perfección y de virtud haya sabido cumplir la promesa de la máscara, la propia naturaleza habrá hecho verdaderas, respecto de sí misma, las facciones postizas y el semblante de carne habrá llenado e imitado desde dentro hasta el último repliegue del rostro del espíritu, hasta alcanzar la identidad completa. Por eso tan sólo a la hora de la muerte puede encontrarse el rostro de la perfecta santidad no sólo como máscara, sino también como semblante natural, pues la fábula nos enseña al mismo tiempo cómo la santidad no yace como un depósito en el ser, sino que vive como un aliento en el obrar.
Excusando la mejor o peor fortuna con que es desarrollada en su teatro, la concepción del albedrío encontró, sin duda, su imagen más feliz y más fecunda en don Pedro Calderón: el albedrío, la verdadera libertad que elige e inventa -sea cual fuere en el hombre su medida-, domina la conducta y está sobre las obras, como el actor teatral sobre la acción que representa; un mundo de hombres plenamente libres sería un mundo en el que las almas guardarían con respecto a su hacer y padecer un modo y una forma de deliberación e independencia comparables con los que en el teatro disfrutan los actores con respecto al papel que representan, al texto que recitan y a los hechos que fingen. La luminosa idea calderoniana de que en la utópica ciudad del albedrío emancipado y llevado hasta su plenitud, la existencia tendría que ser sentida y enfrentada como ficción y representación, hubo de ser magistralmente recogida, tres siglos más tarde, por Franz Kafka, en el teatro natural de Oklahoma, de su novela América. Otro brevísimo relato de Kafka, titulado La partida -respecto del cual abrigo personalmente la plena convicción de que no es sino una espléndida paráfrasis del relato de la vocación de Buda-, pone en labios del que parte la siguiente respuesta a la pregunta sobre cuál es su meta: Weg von hier, das ist ..mein Ziel (Fuera de aquí, tal es mi meta).
El espíritu llama desde fuera, desde lejos, y el lugar hacia donde acaso quiere atraer a los llamados, por ser un verdadero exterior, por oponerse al lugar de la naturaleza, que es un lugar dado, determinado y conocido, sólo se deja definir por modo negativo. Bajo las más diversas fisonomías concretas, toda gran moral se ha caracterizado siempre por cimentar su posibilidad y cifrar su impulso y su sentido en la condición de sujeto proteico y perfectible que distingue al hombre. Es fácil imaginar qué sentimiento es el que hace que en muchas más historias o leyendas de vocación o conversión de cuantas pudieran ser atribuidas al azar o la estadística recurran hechos, acciones o figuras en que resulta suscitado, apuntado o referido un exterior. O es el alto exterior de donde Saulo oye venir la voz en el camino de Damasco, o es la intemperie total hacia la que Francisco de Asís vuelve sus pasos con la más absoluta desnudez por toda pertenencia, o es el desierto hacia el que salen los que escuchan la voz del que clama en el desierto, o es el weg-von-hier del jinete kafkiano, que lleva un Buda oculto bajo el pecho, o es el gran exterior hacía el que por sí solas se abren de par en par las puertas del palacio y la ciudad ante el caballo del príncipe Gautama; siempre hay un fuera, un exterior, una intemperie enfáticamente referida, y no como ámbito estático, sino como horizonte de un partir o como lejanía de donde se nos llama, allí donde alguien responde al soplo del espíritu. ¿Será el exterior sentido como el sitio del espíritu por contraposición a una naturaleza cuyo ensimismamiento y servidumbre se configura y representa en forma de interior? El movimiento hacia la santidad parece haber tenido siempre un aspecto de salida; el llamado por el espíritu responde siempre poniéndose en camino, pero no hay determinación de meta positiva: ya se ha puesto en camino y aún no sabe si va; lo que sí sabe, en cambio, perfectamente bien, es que se va; la referencia al lugar del que se va es siempre la dominante en la determinación del movimiento que responde a la llamada, y a menudo se recarga y acentúa con dramáticos rasgos de activa negación, como cuando Francisco, el hijo de Pedro Bernardón, remacha su partida despojándose, antes de franquear las puertas de la ciudad de Asís, de las últimas prendas que cubrían su cuerpo. Más que de ir a parte alguna, y menos todavía de llegar, se trata de partir. El impulso del espíritu se cumple en la partida, y el que parte ya ha respondido a la llamada; la santidad perfecta está todavía tan lejos como una vida entera, pero el peregrino tiene ya en la diestra, firmemente empuñado, el báculo de luz del albedrío».