Desánimo e indolencia, las rocas sobre la arena.
Había amanecido un domingo lluvioso. El tenue resplandor de la mañana otoñal se filtraba a través de los cristales de la ventana, comunicando a la habitación un aspecto de tranquilidad que invitaba a continuar con el descanso, más aún, pensando en la jornada larga y reposada que se avecinaba, y que prometía un enclaustramiento forzado por la lluvia. Las gotas sonaban débiles al caer sobre el pavimento del exterior, y el repiqueteo blando del agua sobre el tejado, comenzaba a formar débiles e intermitentes hilillos que, desde las canales de las tejas, se precipitaban hacia el vacío para estrellarse unos metros más abajo.
Resolvió continuar en la blanda e indolente comodidad de la cama. Poco a poco iban pasando los minutos mientras se acercaba el mediodía, con ese abatimiento y laxitud de los festivos grisáceos.
Contra cualquier intención de levantarse, al continuar de ventanas para afuera la misma luz, la misma intención indolente del día de no arrasar las nubes con una brisa por leve que fuera, continuó en la somnolencia. Arrasar, literalmente, es lo que debería hacer, para ofrecer una destellante jornada de fiesta en la que el campo y cielo se engalanasen con todos los vivos matices del rojo y amarillo del otoño.
Por fin, avanzada la jornada, se dejaron ver los campos de los últimos días de octubre, los de viñedos bermellones adivinables en la distancia, los de la tierra oxidada y honda. Y arriba, el cielo desemplomado de nubes, alguna blanca, tal vez alguna gris, y también alguna ventana azul que se rasgaba entre ellas definitivamente. Después del mediodía dejaron de pasar nubes, para entrever el azul desvalido del cielo otoñal, en su más rica variedad tonal de la luz en esa época.
Al fondo, sin embargo, montañas arcaicas difuminadas entre una neblina remota cerraron los horizontes. Aquí, entre las colinas lejanas, verdeaban los almendros y algún olivo por las barrancas entre las viñas anteriores, y más cerca todavía los vecinos álamos del río apuntaban como llamas amarillas hacia el cielo desde los sotos.
La vista se remansaba al paso del río, que engalanaba sus orillas con banderas de fresnos y chopos color limón. Más adelante, las llanuras que se abrían paso entre las colinas, presentando la amplia depresión en donde la luz, en este domingo, estallaba poco a poco.
La casa fuerte en la lejana colina, guardián dormido de antiguas vidas, pasados hechos, se recortaba contra la faja roja y vieja de las primeras murallas de las sierras exteriores de la gran cordillera del norte. Algunos olmos solitarios, aquí y allá, anunciaban su longevidad.
Por la lectura de “Versos Escritos con desánimo”:
¿Cuándo he mirado por última vez los redondos
ojos —tan verdes— y los ondulantes
cuerpos de los oscuros leopardos de la luna?
Todas las montaraces hechiceras
—nobilísimas damas
a pesar de sus palos de escoba y de sus llantos,
de sus airados llantos— ya se fueron.
Los sagrados centauros de los montes
han desaparecido.
Yo no tengo ya más que el sol amargo.
Proscrita y esfumada
la heroica madre luna,
ahora que cumplí los cincuenta años
he de sufrir el sol, a mi tímido sol.
William Butler Yeats
http://amediavoz.com/yeats.htm