A tan temprana hora, la mujer de pelo negro con brillo azabachado, de facciones delgadas y angulosas, no faltas de cierta belleza que intentaba mejorar tras la sonrisa de un rojo carmín en los labios, y unos aseados y holgados minutos de cuidadoso acicalamiento ante el espejo, a base de remarcar el negro de sus ojos con sombreados de incierto color sobre los párpados, cabellos recogidos en una breve coleta, prendida con un pasador de concha de tortuga.
Cuidadosamente, al parecer, pintadas las uñas de las manos; envuelta en un vestido veraniego, se diría que de alguna fibra fresca, con flores rojas no muy chillonas como estampado principal, sobre el que, por la previsible frescura de la mañana, se había echado por encima de los hombros una leve rebeca de algodón negro, a juego con su pelo y zapatos de tacón de fina aguja, cerrados, que remataban y daban apoyo en precario equilibrio a unas piernas delgadas y largas, enfundadas en unas medias negras, que podrían parecer inusuales por encontrarse en el ecuador del verano.
Bajó con amortiguados pasos y graciosos movimientos de cadera a lo largo de una escalera demasiado empinada para sus tacones al restaurante del hotel, dispuesta a desayunar.
Tomó entre melindrosos dedos la carta que descansaba abierta en ángulo diedro sobre un mantel blanco impoluto. El resto de la superficie de la mesa estaba ocupado y provisto por platillos, tazas, vasos, cubertería a discreción y leves servilletas de hilo fino, con una voluta bordada en el ángulo que quedaba a la vista. Desplazaba con delectación sus pupilas sobre la oferta que se brindaba en la carta, a la vez que sus glándulas salivales empezaban a segregar la necesaria que anunciaba el próximo goce del final del ayuno nocturno después de un sueño reparador.
Interrumpiendo un instante la lectura, cerró los ojos, casi se diría que con un espasmo de sus pestañas que se rozaban estrepitosamente al enmarañarse, y alzando la cabeza al estirar el cuello, dejaba adivinar las leves arrugas que ya divulgaban esa edad en la que las mujeres se preocupan cada vez más por su físico.
Abrió los ojos, que recorrieron con una sonrisa satisfecha y complacida la medio oculta sordidez de la dining room en que se encontraba, de un pasado decorado victoriano, mientras que una tenue lengua olorosa se arrastraba invisible cerca del techo, esparciendo el perfume del adecuado y clásico desayuno inglés junto con una suave melodía de fondo imaginada con los sones del Carnaval de Venecia interpretado por Francisco Tárrega, que punteaba entre las vajillas de la mesa con sus dedos. Afuera, a través de los ventanales del patio, se colaban blandamente los primeros rayos del sol, prometiendo una mañana esplendorosa para pasear indolentemente entre las palomas y las huidizas ardillas de los extensos parques.
Jugueteaba en su mente y en sus ojos la expresión de la niña que fue en su primer día de feria, vestido y zapatos nuevos, respondiendo a la llamada de un mundo por descubrir e insospechado que le iba a deparar toda la felicidad que ya ahora, en la espera del desayuno, anhelaba que el destino se dignaría a renovar nuevamente.
Dio con gesto erguido y cuidada dicción, las instrucciones a la camarera que atendía su comanda, anotándola en una libreta que guardó cuidadosamente en el bolsillo de su delantal, dispuesta a marchar hacia el office, cuando aún le precisó el punto como quería que le sirviesen el desayuno, lo que la camarera, excusándose exquisita y servilmente, atendió tomando buena nota con un leve asentimiento de cabeza, acompañado de una nueva solicitud de excusas por su parte, por no haber estado todo lo atenta que debiera.
Satisfecha en su nueva espera, anotaba en su mente todos y cada uno de los detalles de la sala, gozando con cada nuevo descubrimiento, bien en la decoración, bien en el detalle de una moldura, bien en la gracia voluptuosa del asa de la próxima taza de porcelana de origen industrial, que para ella ahora era como si fuese de la dinastía Ming, que esperaba blanca y brillante el chorro cálido del café, para después desleír con el suave tintineo de la cucharilla el azúcar moreno de las Indias Orientales.
Observaba con arrobamiento el reflejo, en las copas, del dorado brillo de sus anillos, que uno de los traviesos rayos de sol arrancaba al llegar al mantel de su mesa.
La espera, que ya casi comenzaba a ser impertinente, no lograba sacarla de su estado de felicidad completa, quizás por una fortaleza o convicción profunda de que nada ni nadie la harían enfadar ni alterar en aquel maravilloso día, quizás porque su talante natural siempre había sido así, y ahora no era el momento de cambiar después de tantos años con una sonrisa siempre dispuesta, con un alma cándida, libre de todo mal, dolor o sufrimiento. Vamos, era una mujer feliz que sabía que era feliz.
En un breve descuido de su mente, que la traicionaba intentando aflorar a su rostro un gesto de fastidio, volvía a subir en su intelecto el volumen de los sones tranquilizadores de la guitarra que ahora interpretaba El Capricho Árabe, transportándola a las cálidas tierras del sur de España, admirada en el jardín entre risas de agua por los versos que desgranaba para ella su amante el Califa, de ojos negros y blanquísima dentadura.
Los ojos le bailaban de alegría contenida cuando por la moqueta del suelo, a largos pasos amortiguados, un hombre, de complexión más que atlética, fornida, se dirigió hacia su mesa. Se podría decir que traía las trazas de un deportista venido a menos, o que hiciera algún tiempo que había dejado de practicar la disciplina deportiva a la que hubiera estado dedicado. Por su cara, de rasgos orientales, podría decirse que su nacionalidad fuera india, o bengalí, o en definitiva de algún lugar de las antiguas colonias europeas del océano Índico, pero resultado de mezcla entre occidental y nativa, de piel aceitunada, cara redonda, escasa barba, y una cabeza totalmente rasurada y brillante; traía anillos en las dos manos, tal vez con excesiva abundancia, y vestía totalmente de negro, salvo una corbata azul clara sobre la camisa también negra.
Inclinándose levemente, dejó un beso caricia sobre la oreja de la mujer, que se estremeció como un gato que arquea el lomo, al contacto de los labios. Después se miraron, una vez sentado frente a ella, largo rato, ajenos a lo que les rodeaba, sintiendo que ese momento les pertenecía. En los ojos de ambos se adivinaba la complicidad, la alegría, el arrobo, y el éxtasis de una pasada noche de pasión aun a pesar de los inconvenientes de un hotel del centro de la ciudad, que cargaba a sus espaldas más de un siglo sin haber sido restaurado más que en lo mínimamente necesario.
Era un vericueto de escaleras y salidas de emergencia por el que toda la noche trasegaban viajeros y viajeros de las cuatro partes del mundo, esclavos de horarios de partida y llegada, incluso a las horas más intempestivas, que golpeaban puertas, y roces de maletas por las paredes, sonidos de aseos que tragaban todo en un arrastrar de agua, duchas que gorgoriteaban a las tres, a las cuatro o a las cinco de la madrugada
Bien, pues aun así y todo, la noche pasional había sido completa, para ella, una talluda muchachita escapada de la vigilancia y autoridad de sus ancianos padres, sin una nota o carta de consuelo para su vejez. Allá lejos habían quedado en la profundidad de las granjas de la aldea aisladas entre los prados, sin un lacónico «me voy». Y para él, un profesor no numerario en un lejano distrito universitario, que la había convencido para este encuentro y posterior huida a las riberas del Índico, en donde vivirían el resto de sus días, comenzando una nueva vida.