Escribo aquí sentado sobre el desecho espigón que apunta al sur. A mis pies se estrella el mar salpicándome de vez en cuando. A mi espalda, del otro lado del espigón sobre el que me encuentro, estalla el empuje del mar con más fuerza, barriendo con el agua la superficie, por cuya razón estoy atento a no mojarme.
Escribo vuelto hacia poniente. A mi izquierda la extensión azulada hasta la otra orilla lejana, invisible. A mi derecha la cordillera que hunde sus pies en el mar, permanece muda.
Este mar por el que navegan nuestras esperanzas, estas montañas a cuyo pie nos asentamos y que nombramos con palabras heredadas no son sino ilusión, ¡vana ilusión!
Ni el mar es nuestro, ni las montañas lo son.
Ni el mar de los Jonios, ni el de Tyrrenoi, ni el que orgullosamente llamaron «nuestro» los romanos, fue nunca de nadie, ni estas montañas de mi derecha.
¡Qué afán nos guía para justificar el expolio de las entrañas de la tierra y del seno de los mares!
La tierra en realidad no es de nadie. Pasaremos y ella seguirá.
El mar no es de nadie, pero a veces es dulce, y se deja surcar y atravesar de parte a parte.
Cuando advirtió que los hombres lo habían cruzado poniendo nombres a sus orillas, ya fue demasiado tarde.
Pero no os preocupéis, el mar no es de nadie, la tierra tampoco.